Cuando tengo un día de mierda me acuerdo mucho de mi octogenario favorito, Carsten. Carsten era un guía turístico que conocí en un viaje en autobús por Canadá. Llevaba 50 años haciendo la misma ruta y ese era su último viaje antes de jubilarse.
Carsten era muy sabio, y como todas las personas sabias del mundo, tenía la espumilla esa blanca en la comisura de los labios. Cada vez que cogía el micrófono, daba algún dato interesantísimo, pero a medida que se acercaba el final del viaje, sus intervenciones digievolucionaron en algo más personal.
El último día, Carsten nos abrió su corazón: “Mis padres murieron en la II Guerra Mundial”. El autobús enmudeció. “Y hace 5 años murió mi querido hijo”. A Carsten le empezó a temblar la boca como si fuese puesto de cocaína, pero en verdad iba puesto de tristeza hasta las cejas y continuó con los ojos vidriosos: “Y a mí me acaban de detectar un cánc…»
-¡A LA DERECHA HAY UN OSO ABRIENDO UN CONTENEDOR!-, interrumpió un niño con sobrepeso.
De repente, se levantó todo el autobús y vimos al oso abrir el contenedor mientras Carsten rompía a llorar con el micrófono encendido.
Carsten, te quiero muchísimo.