EL GRAND PRIX DEL VERANO: AUSCHWITZ

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]C[/mkdf_dropcaps]ontexto: la loca década de los 2000. El Berrueco y Minganilla se disputaban el cetro al mejor pueblo del año en el Grand Prix del Verano de TVE.

A priori, todo era una atmósfera de glam decadente: decenas de putillas bailando al inicio de cada prueba, fornidos rusos sacando del agua a los pueblerinos que caían en Los Aguadores o Los Troncos locos, un padrino o una madrina subnormales de la farándula de la época para representar a cada pueblo y un rapidísimo Ramón García a tope de clembuterol. El Maestro Leiva simulaba dirigir una anárquica orquesta de efectos de sonido de teclado Casiotone que emergían en cada avatar del concurso -caídas, volteretas, persecuciones…-.

Todo era maravilloso para nuestros ojos inocentes. Aun hoy, quince años después, recuerdo a casi todos los padrinos, casi todas las pruebas… Recuerdo con nostalgia que Ramontxu no tenía pudor alguno en ensalzar a las dos chavalas que cada año reciclaba para ayudarle a ejemplificar cada juego. Nadie se preguntaba si la vaquilla estaba siendo tratada democráticamente o si cumplía su jornada laboral en la plaza con sujeción al Estatuto de los vacunos Trabajadores. Había bastante manga ancha en el terreno legislativo y en esas opresiones enfermizamente pudorosas con la libertad que ahora nos tocan tanto los cojones. Era un far west sin ofendiditos.

Todo eso estaba bien…Aunque tenía un pero: EL GRAND PRIX DEL VERANO ERA UN PUTO CAMPO DE CONCENTRACIÓN.

Si aíslas la música socarrona, los efectos televisivos, la jovialidad del presentador… Eso era una lucha a muerte. En más de una ocasión Ramontwo levantó a las “manos locas” sangrando por la nariz. Las lesiones en las pruebas con agua o rampas eran evidentes. La claustrofobia en el laberinto de Caperucita y el Lobo se sentía en cada casa. No lo queríamos ver, porque sólo nos interesaba la diversión familiar de los Juegos del Hambre. Pero se sufría muchísimo en ese programa.

Ramón insultaba a los concursantes tras preguntarles a qué se dedicaban. Dijeran lo que dijeran, hostia verbal. Da igual que fueran ferreteros, profesores, parados, agricultores, organistas… Siempre salían de ese programa arrepentidos de sí mismos.

Los golpes en la cabeza en Los Bolos o El Rompepuertas no los aprobaría ningún neurólogo. La Patata Caliente estaba llena de litio. El reto de las bombillas Dulux E.L. de Osram con el que cada pueblo podía ganar 40.000 millones de bombillas, freía el cerebro de los burros de sus alcaldes en un juego de memoria terrible.

Y todo, ¿para qué? Para que en la prueba final, El Diccionario, se pudiera ganar o perder toda la sangre sudada por acertar o fallar si el cevícalo era un ave silvestre de la zona meridional de Guyana; cosa que ni el Alcalde ni mucho menos Coral Bistuer o David Meca (al que en el programa llamaban los hijos de puta de los guionistas “comité de expertos”) sabían en absoluto.

El Grand Prix del Verano consiguió lo mismo que el comunismo: parecer respetable y entretenido durante unos años a base de ruiditos y artificios, al mismo tiempo que iba diezmando la salud de poblaciones enteras. La única diferencia era que por lo menos el suministro eléctrico lo tenías garantizado en el Grand Prix si te llevabas los galones de bombillas.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]C[/mkdf_dropcaps]ontexto: la loca década de los 2000. El Berrueco y Minganilla se disputaban el cetro al mejor pueblo del año en el Grand Prix del Verano de TVE.

A priori, todo era una atmósfera de glam decadente: decenas de putillas bailando al inicio de cada prueba, fornidos rusos sacando del agua a los pueblerinos que caían en Los Aguadores o Los Troncos locos, un padrino o una madrina subnormales de la farándula de la época para representar a cada pueblo y un rapidísimo Ramón García a tope de clembuterol. El Maestro Leiva simulaba dirigir una anárquica orquesta de efectos de sonido de teclado Casiotone que emergían en cada avatar del concurso -caídas, volteretas, persecuciones…-.

Todo era maravilloso para nuestros ojos inocentes. Aun hoy, quince años después, recuerdo a casi todos los padrinos, casi todas las pruebas… Recuerdo con nostalgia que Ramontxu no tenía pudor alguno en ensalzar a las dos chavalas que cada año reciclaba para ayudarle a ejemplificar cada juego. Nadie se preguntaba si la vaquilla estaba siendo tratada democráticamente o si cumplía su jornada laboral en la plaza con sujeción al Estatuto de los vacunos Trabajadores. Había bastante manga ancha en el terreno legislativo y en esas opresiones enfermizamente pudorosas con la libertad que ahora nos tocan tanto los cojones. Era un far west sin ofendiditos.

Todo eso estaba bien…Aunque tenía un pero: EL GRAND PRIX DEL VERANO ERA UN PUTO CAMPO DE CONCENTRACIÓN.

Si aíslas la música socarrona, los efectos televisivos, la jovialidad del presentador… Eso era una lucha a muerte. En más de una ocasión Ramontwo levantó a las “manos locas” sangrando por la nariz. Las lesiones en las pruebas con agua o rampas eran evidentes. La claustrofobia en el laberinto de Caperucita y el Lobo se sentía en cada casa. No lo queríamos ver, porque sólo nos interesaba la diversión familiar de los Juegos del Hambre. Pero se sufría muchísimo en ese programa.

Ramón insultaba a los concursantes tras preguntarles a qué se dedicaban. Dijeran lo que dijeran, hostia verbal. Da igual que fueran ferreteros, profesores, parados, agricultores, organistas… Siempre salían de ese programa arrepentidos de sí mismos.

Los golpes en la cabeza en Los Bolos o El Rompepuertas no los aprobaría ningún neurólogo. La Patata Caliente estaba llena de litio. El reto de las bombillas Dulux E.L. de Osram con el que cada pueblo podía ganar 40.000 millones de bombillas, freía el cerebro de los burros de sus alcaldes en un juego de memoria terrible.

Y todo, ¿para qué? Para que en la prueba final, El Diccionario, se pudiera ganar o perder toda la sangre sudada por acertar o fallar si el cevícalo era un ave silvestre de la zona meridional de Guyana; cosa que ni el Alcalde ni mucho menos Coral Bistuer o David Meca (al que en el programa llamaban los hijos de puta de los guionistas “comité de expertos”) sabían en absoluto.

El Grand Prix del Verano consiguió lo mismo que el comunismo: parecer respetable y entretenido durante unos años a base de ruiditos y artificios, al mismo tiempo que iba diezmando la salud de poblaciones enteras. La única diferencia era que por lo menos el suministro eléctrico lo tenías garantizado en el Grand Prix si te llevabas los galones de bombillas.

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