LA VIDA DESPUÉS DEL CORONAVIRUS

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]E[/mkdf_dropcaps]TA se cargó a 854 personas en toda su historia; cuando este artículo se publique, el COVID-19 ya habrá superado esa cifra en nuestro país. Confieso que la diligencia con la que opera este invisible escuadrón de la muerte me aterra y me paraliza.  

Desde hace unos días, tal vez menos de los que debería, se ha infiltrado en mi solitario nidito de amor propio una melancolía líquida que, lejos de producirme lágrimas, lo que hace es permearlo todo de una fina lámina transparente y viscosa: paredes, cortinas, las ventanas de la casa de Zaragoza cuando mi abuela me dice por videoconferencia que no soporta renunciar a los besos y abrazos de sus hijas y que está muy asustada porque mis padres -profesionales sanitarios- arrastran de sus curros el agotamiento, la tensión y el letal y siempre incierto riesgo de contagio. “Pero si estás tol día diciendo que te quieres morir», le interrumpo. «Ya, pero ahora no quiero», me contesta. Y sonríe como la niña que un día fue buscando la mirada de mi madre. Y mi madre le devuelve la sonrisa sin enseñar mucho los dientes.

Como puede intuir el lector, mis conocimientos médicos son escasos y no querría abochornar a mis viejos exhibiendo con precisión de cirujano anfetamínico conceptos que no conozco, ni a mi hipocondría le interesa conocer. Pero lo que está claro es que no hay que pisar la calle, que hay que lavarse mucho las manos y, muy importante, nunca -jamás- desconectar de los nuestros.

Este puto monstruo infinito lleno de moléculas y de mierdas microscópicas nos ha pillado teniendo una cita romántica en un restaurante, abrazando a un colega borracho, durmiendo en las rodillas de nuestra abuela, codo con codo en la manifestación del 8M. Y es una putada. No solo porque se ceba con los más vulnerables, sino porque lo hace con nuestra particular manera de socializar con las personas a las que queremos. Por eso, este virus no atenta contra la vida, sino contra algo más profundo: el sentido de la misma.

Cuando todo esto pase, cuando la lámina invisible se evapore, prometo decirle te quiero a mucha gente a la que nunca se lo he dicho. Prometo abrazar a mis amigos y a algún que otro vecino, lo siento. Prometo, también, pensar menos en mí y pirarme de viaje a donde sea para celebrar que estás aquí, conmigo.

Es curioso. Siempre pensé que haría todo esto poco antes de la hecatombe, de que todo se fuera al garete; 2012, ya sabes, el fin del mundo: volverme loco, redimirme; pero resulta más sensato hacerlo después de que el mundo haya empezado de nuevo. Porque son esas cosas, al fin y al cabo, las que le dan sentido a todo, ¿no?

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Desde hace unos días, tal vez menos de los que debería, se ha infiltrado en mi solitario nidito de amor propio una melancolía líquida que, lejos de producirme lágrimas, lo que hace es permearlo todo de una fina lámina transparente y viscosa: paredes, cortinas, las ventanas de la casa de Zaragoza cuando mi abuela me dice por videoconferencia que no soporta renunciar a los besos y abrazos de sus hijas y que está muy asustada porque mis padres -profesionales sanitarios- arrastran de sus curros el agotamiento, la tensión y el letal y siempre incierto riesgo de contagio. “Pero si estás tol día diciendo que te quieres morir», le interrumpo. «Ya, pero ahora no quiero», me contesta. Y sonríe como la niña que un día fue buscando la mirada de mi madre. Y mi madre le devuelve la sonrisa sin enseñar mucho los dientes.

Como puede intuir el lector, mis conocimientos médicos son escasos y no querría abochornar a mis viejos exhibiendo con precisión de cirujano anfetamínico conceptos que no conozco, ni a mi hipocondría le interesa conocer. Pero lo que está claro es que no hay que pisar la calle, que hay que lavarse mucho las manos y, muy importante, nunca -jamás- desconectar de los nuestros.

Este puto monstruo infinito lleno de moléculas y de mierdas microscópicas nos ha pillado teniendo una cita romántica en un restaurante, abrazando a un colega borracho, durmiendo en las rodillas de nuestra abuela, codo con codo en la manifestación del 8M. Y es una putada. No solo porque se ceba con los más vulnerables, sino porque lo hace con nuestra particular manera de socializar con las personas a las que queremos. Por eso, este virus no atenta contra la vida, sino contra algo más profundo: el sentido de la misma.

Cuando todo esto pase, cuando la lámina invisible se evapore, prometo decirle te quiero a mucha gente a la que nunca se lo he dicho. Prometo abrazar a mis amigos y a algún que otro vecino, lo siento. Prometo, también, pensar menos en mí y pirarme de viaje a donde sea para celebrar que estás aquí, conmigo.

Es curioso. Siempre pensé que haría todo esto poco antes de la hecatombe, de que todo se fuera al garete; 2012, ya sabes, el fin del mundo: volverme loco, redimirme; pero resulta más sensato hacerlo después de que el mundo haya empezado de nuevo. Porque son esas cosas, al fin y al cabo, las que le dan sentido a todo, ¿no?

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