Mitología del fútbol: Raúl y Guti

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]L[/mkdf_dropcaps]a gente está intentando sacar reflexiones de toda esta mierda de la pandemia mundial: la necesidad de una renta básica universal, cómo somos seres sociales y necesitamos contacto humano, la importancia de un espacio público en el que ser libres y demás filosofía de barra de bar que ahora ocupa millones de bits en forma de stories y tuits. A mí me ha quedado claro que no soy ateo, porque me han quitado el fútbol y ahora sí que siento el vacío existencial; y también que el tiempo pesa más que el espacio, porque el rezo tiene sentido fuera del campo, pero no de los noventa minutos, por mucho que Maldini insista.

Me gusta tanto el fútbol que no necesito apostar para ponerme nervioso y llorar de alegría o impotencia. Soy madridista ortodoxo, de esos que se criaron en las derrotas de los octavos de la Champions, de los que le pegarían un tiro en el tobillo a Dani Alves y aplaudieron a Ronaldinho, de ver los partidos a puerta cerrada cuando llegó la ley antitabaco. Desde aquellas noches de humo, chapatas y carajillos, siempre he tenido la certeza de entender algo que al resto se le escapa: la metafísica humana se divide y representa en Raúl y Guti, trabajo y talento, las dos tes del Audi que todos hemos soñado con tener a los dieciséis años.

Todos hemos querido ser Guti

Al principio creía que se trataba de algo personal, temeroso de extrapolar esta regla antropológica al resto de homínidos, pero no. Todos hemos querido ser Guti, ese tío que tiene talento y se la suda, el pupilo rebelde de los tatuajes que sabe que quien necesita correr es porque no sabe jugar, que sale al campo como quien sale a Pachá, gana el partido y se va a casa con las botas limpias y una tarjeta roja por decirle al hijoputa del árbitro las cosas como son.

Pero no nos engañemos, no es fácil ser el niño malo, no es sencillo aguantar que una grada entera te cante maricón y quedarte fuera de las finales y los mundiales. Por eso es más saludable apostar por un Raúl: trabajar y correr, señorío y respeto; la basura esa de llegar el primero e irse el último, de no recortar el campo cuando te mandan dar veinte vueltas para calentar, de dar la mano al rival tras perder 5-0.

He combinado sus nombres y dorsales para crear perfiles y contraseñas, creyéndome un Viktor millennial; pero la vida no funciona así. Por suerte para muchos y tragedia para unos pocos, el trabajo llega más lejos que el talento. Por desgracia para todos -yo el primero-, hay que elegir entre nadar y tener la ropa seca.

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Me gusta tanto el fútbol que no necesito apostar para ponerme nervioso y llorar de alegría o impotencia. Soy madridista ortodoxo, de esos que se criaron en las derrotas de los octavos de la Champions, de los que le pegarían un tiro en el tobillo a Dani Alves y aplaudieron a Ronaldinho, de ver los partidos a puerta cerrada cuando llegó la ley antitabaco. Desde aquellas noches de humo, chapatas y carajillos, siempre he tenido la certeza de entender algo que al resto se le escapa: la metafísica humana se divide y representa en Raúl y Guti, trabajo y talento, las dos tes del Audi que todos hemos soñado con tener a los dieciséis años.

Todos hemos querido ser Guti

Al principio creía que se trataba de algo personal, temeroso de extrapolar esta regla antropológica al resto de homínidos, pero no. Todos hemos querido ser Guti, ese tío que tiene talento y se la suda, el pupilo rebelde de los tatuajes que sabe que quien necesita correr es porque no sabe jugar, que sale al campo como quien sale a Pachá, gana el partido y se va a casa con las botas limpias y una tarjeta roja por decirle al hijoputa del árbitro las cosas como son.

Pero no nos engañemos, no es fácil ser el niño malo, no es sencillo aguantar que una grada entera te cante maricón y quedarte fuera de las finales y los mundiales. Por eso es más saludable apostar por un Raúl: trabajar y correr, señorío y respeto; la basura esa de llegar el primero e irse el último, de no recortar el campo cuando te mandan dar veinte vueltas para calentar, de dar la mano al rival tras perder 5-0.

He combinado sus nombres y dorsales para crear perfiles y contraseñas, creyéndome un Viktor millennial; pero la vida no funciona así. Por suerte para muchos y tragedia para unos pocos, el trabajo llega más lejos que el talento. Por desgracia para todos -yo el primero-, hay que elegir entre nadar y tener la ropa seca.

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