[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]T[/mkdf_dropcaps]odas las mañanas empiezo el día stalkeando a un vendehúmos de Instagram que te inocula el veneno de las criptomonedas. A veces escribe tips en una pizarra sobre cómo debes invertir tu dinero. Otras veces, se pone un chándal y te aclara que antes él no era nadie y, ahora, mírame. A mí me sigue pareciendo un gorrilla de aparcamiento. Otros días, sube un vídeo desde la piscina de un hotel de 3 estrellas (***) en Salou recomendándote que “trabajes para vivir y no vivas para trabajar”. 80K siguiendo la cuenta y 12 likes por publicación. Conclusión: un estafador con una legión de bots meciendo el ego fatuo de un cantamañanas de manual.
A veces dice que no quiere darse importancia, subrayando que querría construir una depuradora en algún país centroamericano. Su lema es “vive, joder, vive”. El otro día, un amigo se lo encontró en un restaurante dando la turra a voces, pidiendo muchas salsas gratis y quejándose de que su filete estaba poco hecho. Visualízalo: ¿Se puede ser más hijo de puta? Lo imagino llamando desaprensivamente al camarero, levantando muchísimo la mano, chasqueando los dedos y gritando «jefe».
Me encanta tragarme, en la sombra, cada vídeo que sube y sueño con partirle la cara. Normalmente, hay una tendencia natural a rehusar este sentimiento porque parece que el odio, el rencor y los malos deseos generan malestar, desasosiego y úlceras terribles. No siempre. Creo, sinceramente, que es muy terapéutico odiar a un vendedor de criptomonedas. A este en concreto, sin ninguna duda.
Del mismo modo que experimentar un poco de miedo es un excelente mecanismo de defensa o que sentir cierta nostalgia te asienta en el mundo, odiar a un vendedor de criptomonedas te hace mejor persona. Es un principio antropológico.
Me encantaría seguir los postulados de una vida asceta, ser ajeno a las pulsiones y poder vivir más tranquilamente sin caer en la red de los pecados capitales, pero eso es imposible en el juego de la vorágine y la rapidez en el que venimos compelidos a vivir. Por eso es más necesaria que nunca una sutil ráfaga de mala hostia cada día, aunque solo sea para funcionar más atentamente, con las habilidades psicológicas más musculosas y con una agilidad mental suficiente para apaciguar la metralla de estímulos que te van a caer encima cada día. Si tú también quieres una dosis controlada de esta adrenalina desbordante, mándame un DM, que te paso el Instagram de este auténtico hijo de puta para que mires enfermizamente sus vídeos y fantasees con partirle la cara.