OJALÁ SE ME CAYERAN TODOS LOS DIENTES

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]E[/mkdf_dropcaps]l otro día leí que un italiano (obviamente) se había quitado todos los dientes como quien se sacude el yugo de toda una vida. Al parecer, lo hizo para encasquetarse en la mandíbula una aleación muy rara con el fin de exponerla en una sesión de fotos. Siglo XXI.

          Yo no llego a esa vanguardia, pero se dan concomitancias preocupantemente claras con algo que llevo años preguntando a la gente. ¿Por qué no nos quitamos todos los dientes y nos enfundamos una dentadura postiza -por mera practicidad-? También se lo digo siempre a Ivanilda, que es la madre poco más que adolescente que trabaja como higienista dental en MAPFRE y que una vez al año me hace la limpieza esa que nos hacen a los que tenemos, qué pereza, dientes propios. Cuando se lo pregunto de forma bobalicona, con un montón de instrumental metido en la boca, se suele reír como se reiría si le contase que mi padre ha muerto o que ya no trabajo en el mismo sitio. O sea, con una risa aséptica, de cortesía, de no decir ni opinar nada. Y me molesta, porque necesito su respuesta.

          ¿Por qué ir viendo cómo se deterioran y se amarillean, como las hojas de los libros, si puedo ya tener mis postreras cuchillas de titanio en las encías? ¿Por qué no acelerar el proceso? ¿Por qué ese apego a lo propio si ya estamos instalados en el gadget? La modernidad líquida (Holi otra vez, Bauman) hace años que se ha cernido irreversiblemente. No hay una filosofía más empírica y más constatable. No la hay, porque no quiero escuchar una intro de una canción que dure más de diez segundos, quiero la épica efímera. No quiero ver los créditos de películas, quiero el desenlace. No quiero preliminares, quiero el gatillazo. No quiero ese match, quiero el siguiente. No quiero dientes, quiero mi monstruosa dentadura postiza.

          Soy víctima de todo de lo que todos somos víctimas: de una velocidad global, provocada y consustancial al progreso, que ha terminado siendo autoimpuesta, como quien cae sin solución a unas arenas movedizas, pero lo agrava con sus estúpidos movimientos voluntarios (quizá, comparativamente, por el mismo terror moral que nos aqueja).

Víctima también de una necesidad voraz de información y resultado que deja por el camino cualquier divagación sensorial. Soy víctima de la paradoja de tener controlados el sueño y el descanso, las pulsaciones, el esparcimiento… Precisamente, todo lo que conceptualmente precisa un discurso sosegado y libre, y que el control aletee, se difumine y desaparezca.

          La última esperanza fueron los módems de Telefónica y el tiempo de carga de Final Fantasy VII. Soportar esas esperas con elegancia era el último reducto espacio-temporal hacia la contrición y la reflexión. Luego llegaron Jazztel y las consolas de nueva generación y se fue todo al carajo.

          Ese ridículo italiano no va a pasar el control de metales del aeropuerto.

 

 

 

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]E[/mkdf_dropcaps]l otro día leí que un italiano (obviamente) se había quitado todos los dientes como quien se sacude el yugo de toda una vida. Al parecer, lo hizo para encasquetarse en la mandíbula una aleación muy rara con el fin de exponerla en una sesión de fotos. Siglo XXI.

          Yo no llego a esa vanguardia, pero se dan concomitancias preocupantemente claras con algo que llevo años preguntando a la gente. ¿Por qué no nos quitamos todos los dientes y nos enfundamos una dentadura postiza -por mera practicidad-? También se lo digo siempre a Ivanilda, que es la madre poco más que adolescente que trabaja como higienista dental en MAPFRE y que una vez al año me hace la limpieza esa que nos hacen a los que tenemos, qué pereza, dientes propios. Cuando se lo pregunto de forma bobalicona, con un montón de instrumental metido en la boca, se suele reír como se reiría si le contase que mi padre ha muerto o que ya no trabajo en el mismo sitio. O sea, con una risa aséptica, de cortesía, de no decir ni opinar nada. Y me molesta, porque necesito su respuesta.

          ¿Por qué ir viendo cómo se deterioran y se amarillean, como las hojas de los libros, si puedo ya tener mis postreras cuchillas de titanio en las encías? ¿Por qué no acelerar el proceso? ¿Por qué ese apego a lo propio si ya estamos instalados en el gadget? La modernidad líquida (Holi otra vez, Bauman) hace años que se ha cernido irreversiblemente. No hay una filosofía más empírica y más constatable. No la hay, porque no quiero escuchar una intro de una canción que dure más de diez segundos, quiero la épica efímera. No quiero ver los créditos de películas, quiero el desenlace. No quiero preliminares, quiero el gatillazo. No quiero ese match, quiero el siguiente. No quiero dientes, quiero mi monstruosa dentadura postiza.

          Soy víctima de todo de lo que todos somos víctimas: de una velocidad global, provocada y consustancial al progreso, que ha terminado siendo autoimpuesta, como quien cae sin solución a unas arenas movedizas, pero lo agrava con sus estúpidos movimientos voluntarios (quizá, comparativamente, por el mismo terror moral que nos aqueja).

Víctima también de una necesidad voraz de información y resultado que deja por el camino cualquier divagación sensorial. Soy víctima de la paradoja de tener controlados el sueño y el descanso, las pulsaciones, el esparcimiento… Precisamente, todo lo que conceptualmente precisa un discurso sosegado y libre, y que el control aletee, se difumine y desaparezca.

          La última esperanza fueron los módems de Telefónica y el tiempo de carga de Final Fantasy VII. Soportar esas esperas con elegancia era el último reducto espacio-temporal hacia la contrición y la reflexión. Luego llegaron Jazztel y las consolas de nueva generación y se fue todo al carajo.

          Ese ridículo italiano no va a pasar el control de metales del aeropuerto.

 

 

 

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