[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]H[/mkdf_dropcaps]oy he visto salir el Sol. Un disco anaranjado, radiante y solemne se ha abierto paso entre la difusa e insustancial bruma matinal. Casi parecía que disfrutaba al ofrecer, orgulloso, un espectáculo a toda la Tierra.
Complacido, he hinchado el pecho para ir asimilando el olor característico de una helada mañana de invierno. Por un momento, incluso he tenido la sensación de conseguir coordinar mis bocanadas con la respiración de la estrella. Una vez más, he podido disfrutar de mi delicada sorpresa cotidiana.
Todo este proceso puede parecer algo sencillo de describir, pero nada más lejos de la realidad. Para mí, narrar una escena así requiere la misma concentración y delicadeza con las que intentaría reunir las cenizas de una carta de amor echada a la chimenea. Especialmente ahora que sé que voy a ser ejecutado en escasas horas.
Me llamo Saddam Hussein y esta es la descripción de mi último amanecer.
En el imaginario colectivo parece haber arraigado la idea del dictador frío y sanguinario que no tiene tiempo para cursilerías. Sin embargo, estoy orgulloso de considerarme su antítesis.
Para demostrarlo, desde hoy reconozco orgulloso ser el autor de numerosos poemas y libros de amor que circulan por todo Irak, como Zabiba y el rey o La fortaleza amurallada. Confieso también escuchar en secreto apasionadas canciones italianas de los 60s, o disfrutar películas como Pretty woman o Casablanca, con las que incluso he llegado a derramar alguna lágrima.
Moriré convencido de que incluso el mayor asesino de masas debería tener derecho a no ser juzgado por enternecerse al recordar su niñez, llorar al abrazar a su madre o emocionarse al rememorar viejas anécdotas con sus compañeros.
Dejando todo esto de lado, me consuela que las ratas y los mosquitos que me han acosado durante meses en mi celda de Bagdad no terminen por devorarme vivo. Echo la vista atrás y sonrío amargamente para mis adentros. Solo me queda sentarme satisfecho en este viejo taburete carcomido, tarareando tímidamente L’appuntamento, mientras disfruto de mi último amanecer.
Mis años de gobierno desde el 79, la cruenta invasión occidental en el 2003, mi persecución y captura pocos meses después… Pronto todo habrá terminado para mí; pero los italianos seguirán cantando, los jóvenes se seguirán enamorando y el Sol seguirá abriéndose paso entre las nubes día tras día.
Por eso estoy saboreando mi última delicada sorpresa cotidiana.