TIGER KING ES BASURA

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]E[/mkdf_dropcaps]l nuevo éxito de Netflix es un true crimen que narra el obsesivo enfrentamiento entre una psicópata de cuello blanco y un carismático redneck adicto a casi todo: tigres, fama, meth, dinero, cosas que explotan… Y en medio de la gresca, de la mugre y la furia que exhalan estos dos locos de los gatos, una interminable colección de freaks exhibe su anormalidad enjaulada dentro de mi televisor.

Y es que lo que empieza como un documental sobre el tráfico de animales, pronto se convierte en algo mucho peor que lo que critica: un artefacto circense cuya materia prima es la desgracia de un grupo de tarados, metales o físicos; yonkis, hustlers, expresidiarios… Y te preguntas: “¿En qué momento los currelas del zoológico se han convertido en las bestias prisioneras de Netflix?” Ni idea. La única certeza es que no puedes dejar de mirarlos.

Así, el éxito de Tiger King es comprensible; descansa sobre el mismo fundamento que el de un circo de los años 30, con su mujer barbuda, sus enanos y sus tramposos golpes de efecto.

Lo que más me fascina de todo es la incuestionable hilaridad de los metarrelatos que componen este jardín de las desdichas, o sea, los videoclips y los directos que el tal Joe Exotic publica sus redes sociales (en uno le mete un tiro en la cabeza a un maniquí disfrazado de su archienemiga, Carole Baskin). También encuentro plausible la pericia de sus directores, Eric Goode y Rebecca Chaiklin, para domar todo este caos de archivos audiovisuales, litigios y testimonios de todos los implicados (incluidos policías); consiguiendo que el conflicto dramático se expanda de manera tan coherente como vertiginosa a lo largo de una trama en la que cada capítulo es más loco que el anterior.

Pero en verdad nada de lo que ves te aporta gran cosa. Telerrealidad trash con algo de trama. Punto.

Tiger King me ha recordado que hace 15 años la ya mítica HBO estrenó una serie que seguía a un circo ambulante por los pueblos del suroeste de Estados Unidos durante los años de la gran depresión. Se llamaba Carnivale. Hablaba del eterno conflicto entre el Bien y el Mal. Nada menos. Desprendía autenticidad y horror. En Tiger King, a pesar de que sus directores trabajan directamente con la realidad, todo huele a plástico quemado. Otros tiempos. Otros públicos.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]E[/mkdf_dropcaps]l nuevo éxito de Netflix es un true crimen que narra el obsesivo enfrentamiento entre una psicópata de cuello blanco y un carismático redneck adicto a casi todo: tigres, fama, meth, dinero, cosas que explotan… Y en medio de la gresca, de la mugre y la furia que exhalan estos dos locos de los gatos, una interminable colección de freaks exhibe su anormalidad enjaulada dentro de mi televisor.

Y es que lo que empieza como un documental sobre el tráfico de animales, pronto se convierte en algo mucho peor que lo que critica: un artefacto circense cuya materia prima es la desgracia de un grupo de tarados, metales o físicos; yonkis, hustlers, expresidiarios… Y te preguntas: “¿En qué momento los currelas del zoológico se han convertido en las bestias prisioneras de Netflix?” Ni idea. La única certeza es que no puedes dejar de mirarlos.

Así, el éxito de Tiger King es comprensible; descansa sobre el mismo fundamento que el de un circo de los años 30, con su mujer barbuda, sus enanos y sus tramposos golpes de efecto.

Lo que más me fascina de todo es la incuestionable hilaridad de los metarrelatos que componen este jardín de las desdichas, o sea, los videoclips y los directos que el tal Joe Exotic publica sus redes sociales (en uno le mete un tiro en la cabeza a un maniquí disfrazado de su archienemiga, Carole Baskin). También encuentro plausible la pericia de sus directores, Eric Goode y Rebecca Chaiklin, para domar todo este caos de archivos audiovisuales, litigios y testimonios de todos los implicados (incluidos policías); consiguiendo que el conflicto dramático se expanda de manera tan coherente como vertiginosa a lo largo de una trama en la que cada capítulo es más loco que el anterior.

Pero en verdad nada de lo que ves te aporta gran cosa. Telerrealidad trash con algo de trama. Punto.

Tiger King me ha recordado que hace 15 años la ya mítica HBO estrenó una serie que seguía a un circo ambulante por los pueblos del suroeste de Estados Unidos durante los años de la gran depresión. Se llamaba Carnivale. Hablaba del eterno conflicto entre el Bien y el Mal. Nada menos. Desprendía autenticidad y horror. En Tiger King, a pesar de que sus directores trabajan directamente con la realidad, todo huele a plástico quemado. Otros tiempos. Otros públicos.

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