[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]D[/mkdf_dropcaps]espídete. Esa estela nostálgica que colea de tus fijaciones musicales se va a quedar como la fotografía amarilla de tus primeras vacaciones; las más tristemente alegres.
La culpa no la tienen ni la industria, ni el mainstream, ni la insoportable incapacidad de concentración inherente al hoy. La culpa la tiene la simbología. Cuando oyes esa canción buenísima de hace quince años no oyes esa canción. Oyes lo muchísimo que te mamaste ese día; el zumbido del Messenger que anunciaba que esa tía te había escrito, la permeabilidad que te hacía elevar cada estímulo, bien fuera por novedoso o por desconcertante.
No es que ese grupo haya perdido calidad, que sea menos auténtico. No puede ser que te moleste que ahora suene muchísimo mejor. Lo que te merma es que tú suenas muchísimo peor. Suenas más predecible y tu capacidad de sorpresa ha ido progresiva pero irreversiblemente descendiendo hasta unas cotas lo suficientemente cómodas como para que casi nada te embriague y casi nada te duela.
No pasa nada. Es un equilibrio aristotélico. Es la cara B de la madurez, entendida como la simple asimilación de la costumbre. Es una sala con unos barrotes agradables. Es ese sobadísimo concepto ridículo de la neopsicologíablandengue: la zona de confort.
La buena noticia es que, cuando vuelva a colarse en el algoritmo aleatorio de Spotify esa canción, habrá un súbito aleteo que te remontará durante 3:45 minutos a unas sensaciones que ya no entiendes muy bien, que hablan otro idioma y discurren por otros códigos, pero que te recuerdan que pasó algo en algún momento, y que ese algo estuvo bastante bien.