COMIDA RÁPIDA

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Desde que los hermanos Lumière proyectaron la salida de los obreros de la fábrica, hasta la emergencia de las plataformas de comida fílmica rápida, han pasado más de cien años en los que el cine ha mutado en recursos, fines, lenguaje y procesos. Ha ido construyendo exitosamente su propia autonomía a través de la intertextualidad con los elementos prototípicos, especialmente, de la fotografía, de la literatura y el teatro; pero la renovación circunstancial de cualquier disciplina no lo condenó. Al revés, lo fue enriqueciendo.

Hasta ahí, nada esencialmente distinto respecto de la historiografía de cualquier manifestación artística que nace supeditada a otras y desarrolla su singularidad a través de ellas y de los recursos que genera su propia naturaleza.

La alarma surge, por primera vez, cuando la propia biología de ese arte no solo se alimenta de su propia evolución y de las armas externas que le facilitan los demás, sino que es conquistado por una tormenta artificial, inesperada y que precisamente entronca con su espíritu expositivo. El cine cuenta una historia y el año 2023, en medio de una vorágine apremiante de información y resultado inmediato, no está dispuesto a degustar historias.

La sintomatología se dejaba ver.  Se empezaron a reducir las cabeceras, títulos y créditos, porque la gente estaba a otras cosas. Se empezó a castigar el detalle, la parsimonia ceremonial y aprehender contenido, en pro del uso de recursos efectistas que mantengan una cada vez más ingobernable atención del espectador. Se redujeron los metrajes, se multiplicaron las alternativas y se volvió todo un sindiós.

El cine se topó con que el espectador medio solo quiere llegar a casa por la noche y ponerse una película que no le haga pensar. Ese espectador, posiblemente, la quite a los tres minutos y ponga otra. La verá mientras actualiza su Instagram y ve en la tablet los resultados de la NFL. Las plataformas de streaming lo saben y tendrán un menú repleto de posibilidades que devorar como Chestnut en un concurso de perritos calientes. Su suscripción le resultará rentable, pero su desvalor repercutirá en que consuma a medio gas, sin prestar mucha atención y sin importarle demasiado.

El cine tiene una competencia brutal. Micropelículas de un minuto, de treinta segundos, de diez segundos, que no terminan nunca porque enlazan con otra, y que domestican la atención hasta reducirla al mínimo. Que sigan existiendo películas buenísimas y que los medios permitan aprovechar mejor que nunca las posibilidades inherentes al cine de autor -cada vez más al alcance de cualquiera-, es un espejismo nostálgico de una forma de entender el arte en claro peligro de extinción; o, lo que es peor, en peligro de convertirse en un lujo de culto para unos pocos.

Cuando un arte, que por definición es universal, queda desprestigiado de forma subrepticia por la propia fugacidad de una generación despistada y sometida al placer hedónico de lo inmediato, queda relegado a espectadores muy específicos y sentencia de muerte, precisamente, su universalidad.

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Desde que los hermanos Lumière proyectaron la salida de los obreros de la fábrica, hasta la emergencia de las plataformas de comida fílmica rápida, han pasado más de cien años en los que el cine ha mutado en recursos, fines, lenguaje y procesos. Ha ido construyendo exitosamente su propia autonomía a través de la intertextualidad con los elementos prototípicos, especialmente, de la fotografía, de la literatura y el teatro; pero la renovación circunstancial de cualquier disciplina no lo condenó. Al revés, lo fue enriqueciendo.

Hasta ahí, nada esencialmente distinto respecto de la historiografía de cualquier manifestación artística que nace supeditada a otras y desarrolla su singularidad a través de ellas y de los recursos que genera su propia naturaleza.

La alarma surge, por primera vez, cuando la propia biología de ese arte no solo se alimenta de su propia evolución y de las armas externas que le facilitan los demás, sino que es conquistado por una tormenta artificial, inesperada y que precisamente entronca con su espíritu expositivo. El cine cuenta una historia y el año 2023, en medio de una vorágine apremiante de información y resultado inmediato, no está dispuesto a degustar historias.

La sintomatología se dejaba ver.  Se empezaron a reducir las cabeceras, títulos y créditos, porque la gente estaba a otras cosas. Se empezó a castigar el detalle, la parsimonia ceremonial y aprehender contenido, en pro del uso de recursos efectistas que mantengan una cada vez más ingobernable atención del espectador. Se redujeron los metrajes, se multiplicaron las alternativas y se volvió todo un sindiós.

El cine se topó con que el espectador medio solo quiere llegar a casa por la noche y ponerse una película que no le haga pensar. Ese espectador, posiblemente, la quite a los tres minutos y ponga otra. La verá mientras actualiza su Instagram y ve en la tablet los resultados de la NFL. Las plataformas de streaming lo saben y tendrán un menú repleto de posibilidades que devorar como Chestnut en un concurso de perritos calientes. Su suscripción le resultará rentable, pero su desvalor repercutirá en que consuma a medio gas, sin prestar mucha atención y sin importarle demasiado.

El cine tiene una competencia brutal. Micropelículas de un minuto, de treinta segundos, de diez segundos, que no terminan nunca porque enlazan con otra, y que domestican la atención hasta reducirla al mínimo. Que sigan existiendo películas buenísimas y que los medios permitan aprovechar mejor que nunca las posibilidades inherentes al cine de autor -cada vez más al alcance de cualquiera-, es un espejismo nostálgico de una forma de entender el arte en claro peligro de extinción; o, lo que es peor, en peligro de convertirse en un lujo de culto para unos pocos.

Cuando un arte, que por definición es universal, queda desprestigiado de forma subrepticia por la propia fugacidad de una generación despistada y sometida al placer hedónico de lo inmediato, queda relegado a espectadores muy específicos y sentencia de muerte, precisamente, su universalidad.

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