EL AMOR EN TIEMPOS DE CRUISIN

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]H[/mkdf_dropcaps]ace unos meses estaba paseando alegremente por uno de los barrios de una capital europea, cuando de repente un hombre alzó su vista hacía mí y emprendió un camino. Este hombre de aspecto misterioso pero inofensivo decidió seguirme unos metros por la acera contraria. Yo pensé que estaría loco y que ver a un muchachito caucásico andando por su barrio le causaría una buena impresión, por eso de pensar que su barrio acoge a cualquier persona de cualquier parte de la pelota galáctica.

Mi modo de aceptar esta pequeña persecución fue el siguiente: intenté primero desacelerar mi paso, luego acelerarlo. Cuando ya creía haberlo perdido para poder decir “casa”, él aguardaba en la puerta de una frutería. Seguí mi recorrido dándome cuenta de que este ser persecutor seguía su camino tal y como lo había emprendido desde el principio: siguiendo mi dulce olor caramelo. Entré en un túnel que me llevaba a la estación de trenes, salí del túnel, eché la vista atrás y ahí seguía demostrándome que aún era bueno jugando a los detectives. Me saludó. Esto me afectó como la primera vez que me enamoré: un fuerte dolor de pecho y de barriga.

He aquí cuando activé el protocolo: hablé con unos cuantos amigos por whatsapp, les comenté que un hombre, misterioso pero inofensivo (tenía una cicatriz en la cara), estaba siguiéndome desde hacía un kilómetro y medio por la ciudad, y más concretamente por su propio barrio. Mis amigos me recomendaron entrar en alguna zona con gente; perfecto, tenía la estación delante. Entré en este templo del viajero y comencé a dar vueltas dentro de él. Harto de la persecución, ya que este hombre seguía mis pasos como una roomba, decidí darme la vuelta. Y en el idioma del amor y del de este hombre también, tuvimos unas palabras. El rompió el hielo, ya que él había comenzado todo esto, de una voz amigable dijo: Je sais pas si tu te rends compte, mais je te suis depuis 15 minutes. A lo que yo, en un francés cabreado (ultra-amoroso) le respondí: Pourquoi tu me suis?! Él al ver mi nerviosismo dijo: Ah! Je pensais que t’étais gay. A lo que zanjé: Mais non!

 

Aquí terminó todo, él se marchó, se esfumó de la estación, escogió otro camino, canceló su viaje, devolvió el billete sin pedir reembolso. Cogió las maletas, recogió su saca, apagó el gas y se fue como un muchacho que ha terminado su entrenamiento de extraescolares y se dirige cansado a su casa. Yo me quedé más tranquilo, la verdad, primero porque la partida había acabado y segundo porque el mundo tenía reservado para mí una cita amorosa, que rechacé, pero ahí estaba.

Después de analizar lo sucedido con mis amigos llegué a la conclusión de que soy gilipollas. Llevo ya tres años o cuatro que habló mucho de cruisin, esa ciencia impura que se estudia en parques, estaciones, baños de centros comerciales, arbustos, puentes y otras zonas recreativas y de ocio. Me sé (creo) el 60 % o más de la teoría, sé más que mucha gente. Sé qué trucos se suelen utilizar, qué lugares son los más frecuentados, qué simbología se utiliza y qué herramientas son las necesarias para su ejecución. Bien, pues no puse nada en práctica, todo ese conocimiento se evaporó y mi cerebro decidió pensar que era una simple persecución, un robo supongo.

Esto me puso los pies en la tierra. Recapitulando, la primera vez que él se fijó en mí, yo me fijé en él (esa cicatriz no era para obviarla). También mi desaceleración y aceleración en mi paso no querían decir otra que: yo ya estoy conectado, ¿te conectas y echamos el partido? Más tarde decidí tomar el camino del túnel oscuro, escenario perfecto para este juego de niños. Y finalmente entré en su puto templo, en su puta casa, entré en el anfiteatro donde se cumplen los sueños: la estación. Allí, pensaría él, tendríamos de todo: lavabos espaciosos, agua, máquina de bebidas, intimidad y sobre todo tiempo, mucho tiempo. Yo podría enseñarle lo que he aprendido en mi país de origen, algo exótico y nuevo, por supuesto. Él podría contarme las mil y una noches, podría enseñarme todas las recetas locales y más lugares interesantes en los cuáles daríamos un respiro a nuestra vida monótona. Iba a ser perfecto. El carnaval del amor.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]H[/mkdf_dropcaps]ace unos meses estaba paseando alegremente por uno de los barrios de una capital europea, cuando de repente un hombre alzó su vista hacía mí y emprendió un camino. Este hombre de aspecto misterioso pero inofensivo decidió seguirme unos metros por la acera contraria. Yo pensé que estaría loco y que ver a un muchachito caucásico andando por su barrio le causaría una buena impresión, por eso de pensar que su barrio acoge a cualquier persona de cualquier parte de la pelota galáctica.

Mi modo de aceptar esta pequeña persecución fue el siguiente: intenté primero desacelerar mi paso, luego acelerarlo. Cuando ya creía haberlo perdido para poder decir “casa”, él aguardaba en la puerta de una frutería. Seguí mi recorrido dándome cuenta de que este ser persecutor seguía su camino tal y como lo había emprendido desde el principio: siguiendo mi dulce olor caramelo. Entré en un túnel que me llevaba a la estación de trenes, salí del túnel, eché la vista atrás y ahí seguía demostrándome que aún era bueno jugando a los detectives. Me saludó. Esto me afectó como la primera vez que me enamoré: un fuerte dolor de pecho y de barriga.

He aquí cuando activé el protocolo: hablé con unos cuantos amigos por whatsapp, les comenté que un hombre, misterioso pero inofensivo (tenía una cicatriz en la cara), estaba siguiéndome desde hacía un kilómetro y medio por la ciudad, y más concretamente por su propio barrio. Mis amigos me recomendaron entrar en alguna zona con gente; perfecto, tenía la estación delante. Entré en este templo del viajero y comencé a dar vueltas dentro de él. Harto de la persecución, ya que este hombre seguía mis pasos como una roomba, decidí darme la vuelta. Y en el idioma del amor y del de este hombre también, tuvimos unas palabras. El rompió el hielo, ya que él había comenzado todo esto, de una voz amigable dijo: Je sais pas si tu te rends compte, mais je te suis depuis 15 minutes. A lo que yo, en un francés cabreado (ultra-amoroso) le respondí: Pourquoi tu me suis?! Él al ver mi nerviosismo dijo: Ah! Je pensais que t’étais gay. A lo que zanjé: Mais non!

 

Aquí terminó todo, él se marchó, se esfumó de la estación, escogió otro camino, canceló su viaje, devolvió el billete sin pedir reembolso. Cogió las maletas, recogió su saca, apagó el gas y se fue como un muchacho que ha terminado su entrenamiento de extraescolares y se dirige cansado a su casa. Yo me quedé más tranquilo, la verdad, primero porque la partida había acabado y segundo porque el mundo tenía reservado para mí una cita amorosa, que rechacé, pero ahí estaba.

Después de analizar lo sucedido con mis amigos llegué a la conclusión de que soy gilipollas. Llevo ya tres años o cuatro que habló mucho de cruisin, esa ciencia impura que se estudia en parques, estaciones, baños de centros comerciales, arbustos, puentes y otras zonas recreativas y de ocio. Me sé (creo) el 60 % o más de la teoría, sé más que mucha gente. Sé qué trucos se suelen utilizar, qué lugares son los más frecuentados, qué simbología se utiliza y qué herramientas son las necesarias para su ejecución. Bien, pues no puse nada en práctica, todo ese conocimiento se evaporó y mi cerebro decidió pensar que era una simple persecución, un robo supongo.

Esto me puso los pies en la tierra. Recapitulando, la primera vez que él se fijó en mí, yo me fijé en él (esa cicatriz no era para obviarla). También mi desaceleración y aceleración en mi paso no querían decir otra que: yo ya estoy conectado, ¿te conectas y echamos el partido? Más tarde decidí tomar el camino del túnel oscuro, escenario perfecto para este juego de niños. Y finalmente entré en su puto templo, en su puta casa, entré en el anfiteatro donde se cumplen los sueños: la estación. Allí, pensaría él, tendríamos de todo: lavabos espaciosos, agua, máquina de bebidas, intimidad y sobre todo tiempo, mucho tiempo. Yo podría enseñarle lo que he aprendido en mi país de origen, algo exótico y nuevo, por supuesto. Él podría contarme las mil y una noches, podría enseñarme todas las recetas locales y más lugares interesantes en los cuáles daríamos un respiro a nuestra vida monótona. Iba a ser perfecto. El carnaval del amor.

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