[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]M[/mkdf_dropcaps] Me levanto a las 8 de la mañana. Mi reloj me dice que he dormido 9 horas. Bien. Supongo que voy a tener buen aspecto y ganas de escribir. Voy al baño; me lavo la cara, me miro en el espejo: “eres demasiado guapo, mereces estar triste; como un actor de Hollywood, pero a otra escala”. Después me lavo los dientes y no sé por qué pienso en las clases de Educación Física a primera hora, en el patio de primaria; pienso en toda esa gente que se ha ido de mi vida y también en la que se están largando ahora mismo, discretamente. Que les jodan.
La voz de Federico emerge desde el altavoz de la cocina como un anticiclón que disipa todos esos nubarrones; en su boca, todo parece mucho más grave de lo que es, y eso me tranquiliza. Habla de gente que debería estar en la cárcel, gente que no debería ni existir: “patulea infecta”, “cursi semianalfabeta”, «payaso siniestro”. Me encanta. Que se jodan.
Algo me muerde el calcetín mientras me preparo un café. Es Conga, mi mascota robot encargada de barrer el suelo. Ojalá tuviera un perro para ensuciarlo. Y ojalá también una serpiente amarilla para mirarla muy de cerca todas las mañanas.
Pongo en la tele una sesión de lofi para ventilar: una chavala tirada con un gato en una azotea de Paris, una ciudad distópica en tonos pastel, un fotograma de Makoto Shinkai. Los visuales lofi parecen coloreados con pastillas de alprazolam. Música diseñada para relajarse o estudiar. Tristes años 20.
Por fin, delante de ordenador. Abro el correo, contesto mails: “de acuerdo”, “muchas gracias”, “Please find attached…”. Hago muchas cosas a la vez: leo los últimos 10 artículos de Sostres en ABC, paseo por Instagram, veo el documental de Homeland (2015). No me entero de nada.
Tengo una call con mi amiga Belén para hablar de un videoclip del que no hablamos. En un momento de la conversación me dice que desde lo del corona la vida ya no se divide en minutos ni horas, sino en días y semanas. “Te robo esa frase”. Me dice que ok y nos despedimos.
Me pongo a editar un vídeo en el que salgo comiéndome un plato de espaguetis. No tengo muy claro qué es lo que quiero decir con eso, pero le meto un audio distorsionado que me grabo en ese momento con el móvil y de repente todo tiene más sentido. O no. No sé. “¿Todo esto que hago sirve para algo?”, me pregunto. Pues probablemente no. Y me voy a dormir. Mañana no será igual, pero será parecido.