LA FAMA ME CONVERTIRÁ EN BASURA

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]C[/mkdf_dropcaps]uando vendí el ejemplar nº 100 de mi libro me compré una botella de cava simplemente para estamparla contra una pared. Era una necesidad soterrada después de soportar durante toda la vida que, en cualquier entrevista realizada a cualquier persona que viera amanecida una potencial repercusión de su obra, esta se deshiciera en tópicos humildes y promesas de madurez.

            Esa determinación (esa salida predecible) no es tan simple ni tan fácil de explicar. No basta con aludir a la corrección política ni al bien quedar. Hay un trasfondo terrorífico en ese compromiso.

Hace años pensaba que, si triunfaba en la música, en la literatura o en cualquier disciplina que tuviera como motor la afección propia, me volvería una persona desagradable, ofensiva, pecaminosa, irreverente, despreciable, ególatra, narcisista, huidiza y manifiestamente demente. Lo sigo pensando con la misma nitidez; lo que ocurre es que, ahora, las skills estarían más limitadas y si, por ejemplo, quisiera reventar un televisor de la habitación de un hotel, tendría que cogerlo flexionando bien las rodillas antes de tirarlo por la ventana para no arriesgar el lumbar.

Creo que debería establecerse un principio matemático de filosofía natural, en terminología newtoniana, por el que fuera preciso compensar el arte que se exterioriza con una dosis equilibrada de hijoputismo. No puede ser saludable exprimir lo sensorial hasta materializarlo, mejor o peor, en un sustrato sensible, sin que correlativamente tengas derecho a convertirte en un honroso gilipollas.

Es más, ¿de qué otra manera podría alimentarse la trascendencia sino con una dosis de animalismo desenfrenado? El artista no puede ser protocolario, ni ejemplar, ni virtuoso -en términos anímicos-, ni condescendiente, ni moderado. Tiene que ser un excéntrico; una víctima de la propia vorágine en la que se mueve y que, si todo va bien, discurrirá como una bola de nieve en un alud, precipitándose por una pendiente y volviéndose cada vez más violenta y más impredecible. Es la única manera de mantener el flujo de la creatividad y el tráfico inventivo.

La alternativa es vivir de las rentas. De un fogonazo brillante de genialidad o de acierto comercial puntual que se perpetúa mientras vas produciendo patéticas secuelas. Nadie quiere escuchar el nuevo disco de nadie a quien admira, pudiendo escuchar el bueno. Y el bueno siempre estuvo antes. Lo bueno de quien te parece bueno nunca está por llegar.

Todo lo demás es ensoñación. Una legítima esperanza del imaginario que rodea la relación artista-seguidor que no nos debe distraer de lo esencial: ese artista debería romper metódicamente cada televisor de cada habitación de hotel hasta que se suicide o le dé un ataque al corazón.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]C[/mkdf_dropcaps]uando vendí el ejemplar nº 100 de mi libro me compré una botella de cava simplemente para estamparla contra una pared. Era una necesidad soterrada después de soportar durante toda la vida que, en cualquier entrevista realizada a cualquier persona que viera amanecida una potencial repercusión de su obra, esta se deshiciera en tópicos humildes y promesas de madurez.

            Esa determinación (esa salida predecible) no es tan simple ni tan fácil de explicar. No basta con aludir a la corrección política ni al bien quedar. Hay un trasfondo terrorífico en ese compromiso.

Hace años pensaba que, si triunfaba en la música, en la literatura o en cualquier disciplina que tuviera como motor la afección propia, me volvería una persona desagradable, ofensiva, pecaminosa, irreverente, despreciable, ególatra, narcisista, huidiza y manifiestamente demente. Lo sigo pensando con la misma nitidez; lo que ocurre es que, ahora, las skills estarían más limitadas y si, por ejemplo, quisiera reventar un televisor de la habitación de un hotel, tendría que cogerlo flexionando bien las rodillas antes de tirarlo por la ventana para no arriesgar el lumbar.

Creo que debería establecerse un principio matemático de filosofía natural, en terminología newtoniana, por el que fuera preciso compensar el arte que se exterioriza con una dosis equilibrada de hijoputismo. No puede ser saludable exprimir lo sensorial hasta materializarlo, mejor o peor, en un sustrato sensible, sin que correlativamente tengas derecho a convertirte en un honroso gilipollas.

Es más, ¿de qué otra manera podría alimentarse la trascendencia sino con una dosis de animalismo desenfrenado? El artista no puede ser protocolario, ni ejemplar, ni virtuoso -en términos anímicos-, ni condescendiente, ni moderado. Tiene que ser un excéntrico; una víctima de la propia vorágine en la que se mueve y que, si todo va bien, discurrirá como una bola de nieve en un alud, precipitándose por una pendiente y volviéndose cada vez más violenta y más impredecible. Es la única manera de mantener el flujo de la creatividad y el tráfico inventivo.

La alternativa es vivir de las rentas. De un fogonazo brillante de genialidad o de acierto comercial puntual que se perpetúa mientras vas produciendo patéticas secuelas. Nadie quiere escuchar el nuevo disco de nadie a quien admira, pudiendo escuchar el bueno. Y el bueno siempre estuvo antes. Lo bueno de quien te parece bueno nunca está por llegar.

Todo lo demás es ensoñación. Una legítima esperanza del imaginario que rodea la relación artista-seguidor que no nos debe distraer de lo esencial: ese artista debería romper metódicamente cada televisor de cada habitación de hotel hasta que se suicide o le dé un ataque al corazón.

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