Un vecino

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]H[/mkdf_dropcaps]ace veinticinco años que me cruzo por la calle, casi diariamente, con alguien de mi edad. Primero era un niño encontrándose con un niño, luego un adolescente granudo con un adolescente granudo; y ahora un viejoven con otro igual.

Su madre conocía a la mía, pero aquella contrajo no sé qué enfermedad hace veinticinco años y dejó de ser.

Recuerdo haber estado algunas veces en su casa, jugando con ese niño de hace veinticinco años. Posiblemente, él también estuvo en la mía. Por estos turbulentos caprichos de la memoria, tengo alguna imagen y algún sonido difuso de esos días que conscientemente me obligo a evitar pero que se agarran fuertemente y emergen del subconsciente cada vez que me topo con su maldita sombra.

El caso es que, a partir de la tragedia, cada niño siguió unos derroteros. Los míos, más cómodos, más seguros. Quizá más predecibles pero, en todo caso, más confortables. Me consta que los del otro niño no lo fueron tanto.

Cuando las contingencias vitales, la inercia de los acontecimientos o el despiste irreversible enfrían las relaciones, se cae en un abismo relacional que resulta casi imposible de evitar. Por eso apartamos la mirada de aquél a quien, por lo que sea, un día dejamos de saludar. Porque la ruptura esporádica abre una zanja insalvable que los usos sociales ya no nos permiten cerrar. Podemos retomar una madrugada el contacto con una follamiga de hace cinco años si conservamos su conversación de WhatsApp o felicitar por FB al dueño de la gestoría que una vez te invitó a esa página tan cutre y desactualizada de su negocio. Pero nos pesa la culpa insondable de las cortesías de la vida real.

A veces pienso que debí seguir invitándolo a mi casa o preguntarle cómo lo llevaba, aunque tampoco lo conociera tanto, pero ningún niño de cinco años tiene la entereza o la delicadeza suficiente en esas situaciones; o eso es lo que quiero creer. No lo hice y los años fueron pasando y han sido incontables las ocasiones en las que lo he visto bebiendo cerveza en una terraza, entrando al portal contiguo a mi casa o esperando a que llegase el autobús.

Tengo la impresión de que le ocurre algo parecido a lo que intento describir, porque agachamos fulminantemente la mirada hacia el móvil con la misma premura. O buscamos nuestras llaves en sendos bolsillos. O fijamos la atención en carteles, semáforos y puntos fijos irrelevantes. Lo que sea antes que decirnos “hola”.

Supongo que ya estará totalmente fuera de contexto, pero una parte de mí cree que lo correcto sería que la próxima vez que me lo encontrara le preguntase qué tal lo lleva. O quizá sólo busque redimirme de lo irremisible. De todas maneras, no creo que le diga nada.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]H[/mkdf_dropcaps]ace veinticinco años que me cruzo por la calle, casi diariamente, con alguien de mi edad. Primero era un niño encontrándose con un niño, luego un adolescente granudo con un adolescente granudo; y ahora un viejoven con otro igual.

Su madre conocía a la mía, pero aquella contrajo no sé qué enfermedad hace veinticinco años y dejó de ser.

Recuerdo haber estado algunas veces en su casa, jugando con ese niño de hace veinticinco años. Posiblemente, él también estuvo en la mía. Por estos turbulentos caprichos de la memoria, tengo alguna imagen y algún sonido difuso de esos días que conscientemente me obligo a evitar pero que se agarran fuertemente y emergen del subconsciente cada vez que me topo con su maldita sombra.

El caso es que, a partir de la tragedia, cada niño siguió unos derroteros. Los míos, más cómodos, más seguros. Quizá más predecibles pero, en todo caso, más confortables. Me consta que los del otro niño no lo fueron tanto.

Cuando las contingencias vitales, la inercia de los acontecimientos o el despiste irreversible enfrían las relaciones, se cae en un abismo relacional que resulta casi imposible de evitar. Por eso apartamos la mirada de aquél a quien, por lo que sea, un día dejamos de saludar. Porque la ruptura esporádica abre una zanja insalvable que los usos sociales ya no nos permiten cerrar. Podemos retomar una madrugada el contacto con una follamiga de hace cinco años si conservamos su conversación de WhatsApp o felicitar por FB al dueño de la gestoría que una vez te invitó a esa página tan cutre y desactualizada de su negocio. Pero nos pesa la culpa insondable de las cortesías de la vida real.

A veces pienso que debí seguir invitándolo a mi casa o preguntarle cómo lo llevaba, aunque tampoco lo conociera tanto, pero ningún niño de cinco años tiene la entereza o la delicadeza suficiente en esas situaciones; o eso es lo que quiero creer. No lo hice y los años fueron pasando y han sido incontables las ocasiones en las que lo he visto bebiendo cerveza en una terraza, entrando al portal contiguo a mi casa o esperando a que llegase el autobús.

Tengo la impresión de que le ocurre algo parecido a lo que intento describir, porque agachamos fulminantemente la mirada hacia el móvil con la misma premura. O buscamos nuestras llaves en sendos bolsillos. O fijamos la atención en carteles, semáforos y puntos fijos irrelevantes. Lo que sea antes que decirnos “hola”.

Supongo que ya estará totalmente fuera de contexto, pero una parte de mí cree que lo correcto sería que la próxima vez que me lo encontrara le preguntase qué tal lo lleva. O quizá sólo busque redimirme de lo irremisible. De todas maneras, no creo que le diga nada.

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