Vendo Trizteza

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]A[/mkdf_dropcaps]ño 2020. La dicotomía hace chasss y un incontrolado choque de trenes supone que puedan confluir los antagonismos más irreconciliables.

Cuando avanzamos en esto de la vida, las primeras aspiraciones profesionales se llaman médico, veterinario, futbolista, cantante o Youtuber. Jamás se llamaron -ni se llamarán- ebanista, funcionario, soldador de metal, vendedor de seguros. Al final, los derroteros azarosos, las capacidades propias, el enchufismo y otros muchos parámetros nos llevarán por un camino u otro. Y sin embargo hoy, una especie de entidad científica del progreso que juega a ser Dios ha admitido emparejamientos delirantes: LOS YOUTUBERS QUE VENDEN SEGUROS.

¿Qué ocurre cuando una ocupación vertiginosa, histriónica, feliz, llamativa y en esencia entretenida se mezcla con otra aburridísima, calculada, sistemática, estadística, cortarrollos, viejuna? Que emerge una especie de monstruo ridículo. Ocurre que un pavo que funciona a base de tips, cambios de plano, hashtags y colores chillones, través de un discurso teatralizado, te quiere meter en el cerebro que contratar un seguro por si te quedas parapléjico en una mala caída en un desplazamiento laboral (in itinere) tiene cierto rollo molón.

No dejo de ver en esos vídeos esa paradigmática figura del payaso que llega a su camerino llorando, con su botella de Jack Daniels, mientras simula una sonrisa que no distrae la imagen de la pintura corrida por las lágrimas de su cara. Vendes seguros y eso es una mierda. Es algo soporífero, como casi todo lo necesario. Y has visto a través de una ventana que ahí, en ese universo vacuo y superficial, la gente se divierte y trivializa todo. Te has querido asomar y lanzarte desde ahí pero has caído en una dimensión gris. La dimensión de las 70 visualizaciones y el like de tu novia. Te has lanzado a una piscina vacía y te has roto los huesos. Ojalá hubieras contratado un seguro.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]A[/mkdf_dropcaps]ño 2020. La dicotomía hace chasss y un incontrolado choque de trenes supone que puedan confluir los antagonismos más irreconciliables.

Cuando avanzamos en esto de la vida, las primeras aspiraciones profesionales se llaman médico, veterinario, futbolista, cantante o Youtuber. Jamás se llamaron -ni se llamarán- ebanista, funcionario, soldador de metal, vendedor de seguros. Al final, los derroteros azarosos, las capacidades propias, el enchufismo y otros muchos parámetros nos llevarán por un camino u otro. Y sin embargo hoy, una especie de entidad científica del progreso que juega a ser Dios ha admitido emparejamientos delirantes: LOS YOUTUBERS QUE VENDEN SEGUROS.

¿Qué ocurre cuando una ocupación vertiginosa, histriónica, feliz, llamativa y en esencia entretenida se mezcla con otra aburridísima, calculada, sistemática, estadística, cortarrollos, viejuna? Que emerge una especie de monstruo ridículo. Ocurre que un pavo que funciona a base de tips, cambios de plano, hashtags y colores chillones, través de un discurso teatralizado, te quiere meter en el cerebro que contratar un seguro por si te quedas parapléjico en una mala caída en un desplazamiento laboral (in itinere) tiene cierto rollo molón.

No dejo de ver en esos vídeos esa paradigmática figura del payaso que llega a su camerino llorando, con su botella de Jack Daniels, mientras simula una sonrisa que no distrae la imagen de la pintura corrida por las lágrimas de su cara. Vendes seguros y eso es una mierda. Es algo soporífero, como casi todo lo necesario. Y has visto a través de una ventana que ahí, en ese universo vacuo y superficial, la gente se divierte y trivializa todo. Te has querido asomar y lanzarte desde ahí pero has caído en una dimensión gris. La dimensión de las 70 visualizaciones y el like de tu novia. Te has lanzado a una piscina vacía y te has roto los huesos. Ojalá hubieras contratado un seguro.

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