[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]S[/mkdf_dropcaps]ólo ha hecho falta una pandemia, el previsible derrumbe de la economía global y el pánico de nuestras élites políticas para que algo parecido a una renta básica universal haya sido incluido en el orden del día del Consejo de Ministros. Aunque la medida que se debate en la agenda pública estos días tiene el carácter temporal y urgente que le imprime la pandemia -y en ese sentido, no es exactamente una renta básica universal-, parece que se ha abierto un melón: poner en el centro de la discusión pública la impotencia del mercado laboral para garantizar ingresos mínimos de subsistencia, y con ello, pensar la posibilidad del Estado transfiriendo dinero *incondicionalmente* a la ciudadanía para garantizarlos. Nunca la renta básica universal había estado tan presente en la prensa generalista como estas semanas, y sin embargo, aún despierta recelos incluso entre progresistas.
Reflexionaremos sobre ella para ver cómo podría expandir la libertad de quienes son menos libres por su pobreza.
Con todos los gobiernos occidentales, independientemente de su color político, inyectando cientos de millones de euros en las economías nacionales, la pregunta sobre si un gobierno “puede o no puede” movilizar los recursos suficientes para garantizar directa e incondicionalmente el derecho material a la vida ha sido resuelto (respuesta: sí puede). Cómo pagar una masiva transferencia incondicional de dinero a la ciudadanía sólo tiene dos respuestas posibles: endeudarnos hasta las cejas por los siglos de los siglos con las entidades financieras que nos compren deuda pública, o tomar el dinero directamente de sus bolsillos a través de impuestos, porque dejar que cuatro cayetanos tengan cogida por el cuello a una sociedad de 45 millones de personas es un absurdo que atenta contra el sentido común.
Puede que el debate sobre gravar a los ricos con un impuesto para pagar la RBU haya estado siempre mal planteado. Nos hemos preguntado por la legitimidad del impuesto indagando cómo les sentará a los ricos que les quitemos dinero. Quizá haya que invertir la pregunta: ¿cómo nos sienta a nosotros que existan patrimonios individuales multimillonarios mientras hay pobreza en España? Si definimos la pobreza como la carencia de medios básicos de subsistencia, la implantación de una renta básica universal -que cubre los ingresos mínimos para subsistir- supondría, de un día para otro, eliminar la pobreza en España. Repito: la implantación de la RBU en un país significa la eliminación de su pobreza de un día para otro. Nadie sin casa. Nadie con hambre. Una sociedad con renta básica universal es aquélla que permite la -siempre cuestionable- existencia de los ricos como tales a condición de que aporten lo suficiente como para que *literalmente* no haya pobres.
Quizá otra de las cuestiones más recurrentes al hablar de renta básica universal sea su relación con el trabajo, o mejor dicho según el sentido que queremos darle aquí a esta palabra, con el empleo en el mercado laboral. Beneficiarios de un mundo con contratos fijos de 40 horas semanales, derechos sociales “irreversibles” y estudios como garantía de movilidad social ascendente, nuestros padres nos han enseñado que trabajar es un requisito imprescindible para subsistir de manera digna -“el trabajo dignifica”-. La renta básica universal sería de este modo un atajo engañoso que los millennials con pocas ganas de trabajar anhelamos para vivir del cuento. En el mundo del precariado joven con contratos demenciales y diplomas que son papel mojado quizá deberíamos preguntarnos: ¿es realmente digno que uno se vea empujado a trabajar porque la alternativa es no poder pagar la comida y/o un techo? ¿Lo ha sido alguna vez? Con todo el respeto a las estrategias psicológicas con las que cada cual se haga más soportable aguantar un empleo en condiciones infames, pienso que hacer de la condición de asalariado un espacio de dignidad es consolarse pensando que puede haber dignidad en la explotación.
En las duras circunstancias del mercado laboral podrá haber momentos emocionantes de sacrificio, solidaridad y empatía como los ha habido siempre en los grupos humanos sometidos a condiciones duras e injustas, pero nunca será digno tener que pasarse 12 horas sirviendo copas a guiris porque si no te echan de tu casa. Debemos entender que el derecho a la vida y a los medios que lo hacen posible deben ser incondicionales, independientes de la demanda de empleo en el mercado laboral. Si pensamos que es de cajón que a nadie se le pida un certificado de horas cotizadas para poder ser tratado en la sanidad pública, quizá sea más fácil darse cuenta de la barbaridad que supone exigirle a alguien que se apunte al infierno de una ETT si quiere tener ingresos mínimos para subsistir y no encuentra trabajo.
Mención final merecen quienes haciendo suyos los argumentos cayetanos de ahora y siempre afirman que pagarle por existir a los pobres es un error porque fomenta la inactividad -como si la actividad humana sólo fuera pensable a través del empleo- y/o porque la gente gastaría el dinero para lo que no es. En drogas, probablemente. Porque como todo el mundo sabe, el pobre además de pobre es vago y tonto, y si le ingresan 700 euros al mes por no hacer nada, se quedará todo el día en el sofá bebiendo cerveza. Pensemos, aunque ello tensione con prejuicios clasistas, que el tren actual de vida al que todos estamos acostumbrados en Occidente nos empujaría a buscar empleo para seguir gozando de nuestros lujos sí o sí. La oferta de mano de obra estaría garantizada. Que burgueses de todos los tamaños se opongan a la renta básica universal temblando ante la perspectiva de negociar un contrato laboral con un pobre que no necesita un trabajo para subsistir es lógico. ¿Qué motivos para el miedo tendríamos quienes, sin el miedo a la pobreza, seríamos libres para decidir sobre nuestras vidas por primera vez?