Crónicas de la cuarentena, el positivo

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]S[/mkdf_dropcaps]uelo decir a la gente, e incluso escribí en una novela, que el único «positivo» que alegra escuchar de un doctor es el de drogas para, en caso de problemas judiciales, atenuar condenas. No es lo mismo romper una cara estando sobrio que romperla con unas pastillas de más. Ilegalizan las sustancias y a cambio permiten beneficiarse legalmente de su uso: para el sistema resulta lógico. Aunque, desde el materialismo darwinista, el positivo por coronavirus también tiene su alegría sibilina cuando te encuentras razonablemente bien, o quizá solo es consuelo. Como todo ahora, está por ver.

El 30 de marzo me levanto con fiebre, tos muy tímida, de la que pide permiso para expectorar, y cierto cansancio que casi va con la edad y las barricadas de cada uno. El test del 7 de abril confirma el Covid-19 y apenas alzo una ceja. Supongo que, como cualquiera que pasó por ahí, esperaba mucho del análisis. Un simple «positivo» a pie de página; sin muestreos, márgenes de error o un mínimo de prosa médica. Decepcionante para el costumbrismo de valores recomendados y asteriscos. Pero te pone en tu sitio sobre lo que viene: no eres nadie en una pandemia.

Me creía con el derecho de matar el bicho bajo mi edredón cuando, siguiendo la cronología de la quinta parte de enfermos registrados, el 11 de abril ingreso en el hospital por neumonía leve. El virus pelea en los pulmones lo que pierde en la garganta. Justo la noche anterior veo un video en 3D de su infección respiratoria y el artículo advierte que, en contra de lo que me tranquiliza el 061, a veces se producen deterioros fulminantes en pacientes con buen color. Así que por la mañana acudo a urgencias, sospechosamente vacías, y la recepcionista me mira como otro pescado que no huele a fresco.

            Tarjeta sanitaria devuelta, bienvenido al protocolo.

Paso a la sala de triaje donde días atrás se amontonaban cuerpos febriles. Ahora no hay nadie en el sector central de las butacas. A la izquierda, una veinteañera se retuerce con una tos pavorosa, la dobla entera a cada espasmo. A la derecha, un rumano aún más joven, al que le entiendo la mitad de sus maldiciones, pelea para enchufar el móvil en un cargador que queda encima de un gel desinfectante. Después de solo dos horas de espera, que aprovecho para leer el final del confinamiento de Papillon, me acompañan a la consulta que te envía a UCI, a planta o a casa. Allí una mujer forrada en plástico verde hace lo más transcendental: coloca la yema de mi dedo índice en un oxímetro. Los sanitarios repiten hasta el infinito que, en este virus, la descripción sintomática no es tan importante como los fríos datos. Mi saturación está en el límite del bien y del mal: a hacer placas de tórax. Tras el laberinto en planta baja, una chica con chubasquero de Port Aventura y gafas de buceo me coloca de frente y de perfil, y luego se despide extremadamente simpática para las circunstancias. Vuelvo donde empecé, pero ya aislado de los nuevos. Y caen las horas, y te ven médicos que no se ponen de acuerdo en cuánta neumonía traducen las «opacidades» del radiólogo, y releo pasajes de Papillon sin creerme la mitad de lo que escribió el francés, y contesto hasta a los mensajes a grupo dementes donde fumigarán la ciudad desde los cielos, y cuando ya no sé si es de día o de noche me dan el alta con unas pastillas de azitromicina. Los pacientes con mi cuadro quedaban semanas ingresados cuando se desbocó el brote. No me cansó de agradecerles el cambio de criterio.

Fuera, remontó la rampa de las ambulancias sin perder el tiempo, es decir, sintiéndolo en toda su nueva lentitud, cuando otra mujer forrada en plástico verde se acerca agitando un folio. No es la receta curativa, que no existe, es la hoja de recomendaciones.

?Gracias ?le digo, mirando el papel de medio lado.

?Faltaría más ?contesta.

            Son trece consejos escritos en una sorprendente primera persona que, a su vez, se desdoblan en tres o cuatro subconsejos por párrafo. Hay, intencionadamente, poca terminología médica: desde poner el lavaplatos a cien grados hasta airear la habitación tres veces al día. Aunque en el número cinco aparece la cita textual: «El virus con el limon acido en el estomago puede morir un poco de carga viral son consejos que me llegaron de la china». Literal, sin tildes, sin comas, sintaxis terrible, la única frase de dudosa procedencia forense está tan mal escrita como para que, justo aquí, no debas hacerle el mayor de los casos. La doctora de familia, abajo firmante, parece reconocer que se ha dado el gusto de una licencia no tan científica, pero que también chupar un limón no hará daño a estas alturas. De la China para ella, dice. Terminan las recomendaciones con una última marcada en negrita: «Mucha calma, reposo, distraerse y alimentarse bien»

Después, ya tirado en mi sofá, evoco el «faltaría más» que contestó aquella mujer como un homenaje absoluto a los médicos. No los admiro por su heroísmo, sino por la naturaleza de su profesión. Alguien recordará cuánto arriesgan su vida y, sin embargo, no tienen premio por ello. Solo han asumido el razonamiento que fuera de un hospital parece que cuesta tanto: hay una pandemia, en consecuencia, hay que luchar contra ella. Ojalá todos los dilemas resultaran tan simples y las profesiones tan útiles. Respecto a mí, a ti, a los que nunca seremos protagonistas más que en las gigantescas estadísticas: cuando vuelves a tu cama, lo único que puedes hacer es poner la yema del dedo en el oxímetro casero y esperar. 94, cierta congoja; 95, anticuerpos ganando; 96, mantener ahí para casi siempre.

El coronavirus como asunto, reconozcámoslo, es de un tedio insoportable. Convierte identidades únicas en gráficos de colores y actitudes encomiables en pura rutina. No existe héroe que detenga el pisar machacón de una pandemia y tu abandono progresivo entre cuatro paredes. De aquel primer chino que tosió en noviembre hasta los últimos análisis de datos de Kiko Llaneras en El País, todo, absolutamente todo, da la razón al general que nos dijo por televisión: «En la guerra siempre es lunes». Si nuestra generación escribe por primera vez un acontecimiento excepcional, es muy diferente de los que hemos leído. Que no se olvide cuando algunos lleguen a viejos, abran aquellos libros digitales y sus nietos pregunten. El planeta colapsó, murió muchísima gente cercana y lejana, los animales salvajes cruzaron las autopistas y nos enteramos desde nuestro salón, colocando la yema del dedo encima de un aparatito que tenía que sumar 95. A veces bebíamos cervezas delante de la pantalla donde los amigos ponían música: no pudimos hacer más. Es una reflexión decepcionante, pero también exacta. En el futuro nuestra única épica residirá en contarla mientras, hoy, como cada día, es lunes.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]S[/mkdf_dropcaps]uelo decir a la gente, e incluso escribí en una novela, que el único «positivo» que alegra escuchar de un doctor es el de drogas para, en caso de problemas judiciales, atenuar condenas. No es lo mismo romper una cara estando sobrio que romperla con unas pastillas de más. Ilegalizan las sustancias y a cambio permiten beneficiarse legalmente de su uso: para el sistema resulta lógico. Aunque, desde el materialismo darwinista, el positivo por coronavirus también tiene su alegría sibilina cuando te encuentras razonablemente bien, o quizá solo es consuelo. Como todo ahora, está por ver.

El 30 de marzo me levanto con fiebre, tos muy tímida, de la que pide permiso para expectorar, y cierto cansancio que casi va con la edad y las barricadas de cada uno. El test del 7 de abril confirma el Covid-19 y apenas alzo una ceja. Supongo que, como cualquiera que pasó por ahí, esperaba mucho del análisis. Un simple «positivo» a pie de página; sin muestreos, márgenes de error o un mínimo de prosa médica. Decepcionante para el costumbrismo de valores recomendados y asteriscos. Pero te pone en tu sitio sobre lo que viene: no eres nadie en una pandemia.

Me creía con el derecho de matar el bicho bajo mi edredón cuando, siguiendo la cronología de la quinta parte de enfermos registrados, el 11 de abril ingreso en el hospital por neumonía leve. El virus pelea en los pulmones lo que pierde en la garganta. Justo la noche anterior veo un video en 3D de su infección respiratoria y el artículo advierte que, en contra de lo que me tranquiliza el 061, a veces se producen deterioros fulminantes en pacientes con buen color. Así que por la mañana acudo a urgencias, sospechosamente vacías, y la recepcionista me mira como otro pescado que no huele a fresco.

            Tarjeta sanitaria devuelta, bienvenido al protocolo.

Paso a la sala de triaje donde días atrás se amontonaban cuerpos febriles. Ahora no hay nadie en el sector central de las butacas. A la izquierda, una veinteañera se retuerce con una tos pavorosa, la dobla entera a cada espasmo. A la derecha, un rumano aún más joven, al que le entiendo la mitad de sus maldiciones, pelea para enchufar el móvil en un cargador que queda encima de un gel desinfectante. Después de solo dos horas de espera, que aprovecho para leer el final del confinamiento de Papillon, me acompañan a la consulta que te envía a UCI, a planta o a casa. Allí una mujer forrada en plástico verde hace lo más transcendental: coloca la yema de mi dedo índice en un oxímetro. Los sanitarios repiten hasta el infinito que, en este virus, la descripción sintomática no es tan importante como los fríos datos. Mi saturación está en el límite del bien y del mal: a hacer placas de tórax. Tras el laberinto en planta baja, una chica con chubasquero de Port Aventura y gafas de buceo me coloca de frente y de perfil, y luego se despide extremadamente simpática para las circunstancias. Vuelvo donde empecé, pero ya aislado de los nuevos. Y caen las horas, y te ven médicos que no se ponen de acuerdo en cuánta neumonía traducen las «opacidades» del radiólogo, y releo pasajes de Papillon sin creerme la mitad de lo que escribió el francés, y contesto hasta a los mensajes a grupo dementes donde fumigarán la ciudad desde los cielos, y cuando ya no sé si es de día o de noche me dan el alta con unas pastillas de azitromicina. Los pacientes con mi cuadro quedaban semanas ingresados cuando se desbocó el brote. No me cansó de agradecerles el cambio de criterio.

Fuera, remontó la rampa de las ambulancias sin perder el tiempo, es decir, sintiéndolo en toda su nueva lentitud, cuando otra mujer forrada en plástico verde se acerca agitando un folio. No es la receta curativa, que no existe, es la hoja de recomendaciones.

?Gracias ?le digo, mirando el papel de medio lado.

?Faltaría más ?contesta.

            Son trece consejos escritos en una sorprendente primera persona que, a su vez, se desdoblan en tres o cuatro subconsejos por párrafo. Hay, intencionadamente, poca terminología médica: desde poner el lavaplatos a cien grados hasta airear la habitación tres veces al día. Aunque en el número cinco aparece la cita textual: «El virus con el limon acido en el estomago puede morir un poco de carga viral son consejos que me llegaron de la china». Literal, sin tildes, sin comas, sintaxis terrible, la única frase de dudosa procedencia forense está tan mal escrita como para que, justo aquí, no debas hacerle el mayor de los casos. La doctora de familia, abajo firmante, parece reconocer que se ha dado el gusto de una licencia no tan científica, pero que también chupar un limón no hará daño a estas alturas. De la China para ella, dice. Terminan las recomendaciones con una última marcada en negrita: «Mucha calma, reposo, distraerse y alimentarse bien»

Después, ya tirado en mi sofá, evoco el «faltaría más» que contestó aquella mujer como un homenaje absoluto a los médicos. No los admiro por su heroísmo, sino por la naturaleza de su profesión. Alguien recordará cuánto arriesgan su vida y, sin embargo, no tienen premio por ello. Solo han asumido el razonamiento que fuera de un hospital parece que cuesta tanto: hay una pandemia, en consecuencia, hay que luchar contra ella. Ojalá todos los dilemas resultaran tan simples y las profesiones tan útiles. Respecto a mí, a ti, a los que nunca seremos protagonistas más que en las gigantescas estadísticas: cuando vuelves a tu cama, lo único que puedes hacer es poner la yema del dedo en el oxímetro casero y esperar. 94, cierta congoja; 95, anticuerpos ganando; 96, mantener ahí para casi siempre.

El coronavirus como asunto, reconozcámoslo, es de un tedio insoportable. Convierte identidades únicas en gráficos de colores y actitudes encomiables en pura rutina. No existe héroe que detenga el pisar machacón de una pandemia y tu abandono progresivo entre cuatro paredes. De aquel primer chino que tosió en noviembre hasta los últimos análisis de datos de Kiko Llaneras en El País, todo, absolutamente todo, da la razón al general que nos dijo por televisión: «En la guerra siempre es lunes». Si nuestra generación escribe por primera vez un acontecimiento excepcional, es muy diferente de los que hemos leído. Que no se olvide cuando algunos lleguen a viejos, abran aquellos libros digitales y sus nietos pregunten. El planeta colapsó, murió muchísima gente cercana y lejana, los animales salvajes cruzaron las autopistas y nos enteramos desde nuestro salón, colocando la yema del dedo encima de un aparatito que tenía que sumar 95. A veces bebíamos cervezas delante de la pantalla donde los amigos ponían música: no pudimos hacer más. Es una reflexión decepcionante, pero también exacta. En el futuro nuestra única épica residirá en contarla mientras, hoy, como cada día, es lunes.

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