[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]D[/mkdf_dropcaps] espiertas. Abres los ojos: otro día más en medio de una movida distópica que no entiendes muy bien cómo ha llegado hasta aquí. Joder, si vivimos en la era de la tecnología y la ciencia y todo eso, ¿cómo van a pasar estas cosas?
Aún no te levantas de la cama. Te gustaría poder decir que tienes algo que hacer, pero la verdad es que te has tragado un ERTE, igual que la vecina, igual que el primo segundo de tu pueblo al que tanto odias. Tampoco está tan mal, piensas. Por un momento crees que esto es una oportunidad para tu crecimiento personal. Hasta vas a escribir un libro, cabrón, o eso le dices al espejo: eres una persona culta (tus mayores referentes son Ernesto Castro y Elizabeth Duval, o eso te dicen los periódicos). Pero qué va, no vas a escribir nada, al menos no hoy, no ahora, porque una sensación fácilmente reconocible comienza a hacer acto de presencia en el mismo centro del túnel carpiano. Después se extiende por todo el cuerpo, inflamando glándulas, arqueando cada tendón. Tú sabes lo que es, entiendes el significado de esta pulsación.
Así que: sales de la cama, desayunas, te das una ducha, abres el armario, escoges tu mejor ropa (aunque sea de la temporada pasada), te sientas en el sofá, justo allí, porque el fondo es más estético, y, por último, agarras tu smartphone blanquísimo de última generación. Ya estás preparado para satisfacer a tu estímulo más urgente.
Ahora, con tacto médico, igual que cuando el endocrino extiende el espeso gel por donde deberían de estar las tiroides, abres Instagram. Piensas en hacer un directo, leer alguno de esos poemas que no le importaban a nadie antes de la cuarentena, o dar un taller sobre cómo hacer un atrapasueños. Pero no, eso no va a darte el placer que necesitas.
De repente, aparece lo que tanto estabas esperando. Tus amigos te han etiquetado en unas de sus stories. Te retan a dibujar una zanahoria, con cara, pelo perfumado y gafas de sol a poder ser. Por fin. Por fin.
Primero pones tu mano sobre la cámara del móvil. Haces la foto. Ya tienes un lienzo negro sobre el que dibujar. Seleccionas el color, recorres con tu dedo la pantalla. Le agregas los detalles, con cuidado. Crees que está perfecto. Está de puta madre, de hecho. Es una preciosa zanahoria digital, lista para ser contemplada. La subes a tus stories. Poco a poco comienzan a aparecer los primeros espectadores.
Lo has conseguido. Has alcanzado el clímax.