La degradación

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El peso histórico de las interacciones de Next, como paradigma de una generación, aumenta conforme se amplía la perspectiva.

No podríamos decir que el programa pasó sin pena ni gloria, porque ciertamente era conocido y, sobre todo, los zappings de entonces se alimentaban de anecdotario surgido entre sus granudos post adolescentes, pero tampoco llegó a erigirse como piedra angular del costumbrismo de la calle, como sí ocurrió con El Diario de Patricia o, más recientemente, con First Dates.

La estela que dejan algunas de las escenas es alargadísima; principalmente, para sus protagonistas. Esa especie de Lionel Messi de skate park dispuesto a todo para conquistar a una Barbie de Primark es la alegoría final de la degradación mantenida en el tiempo.

Aquí estaba ese pobre boy scout dispuesto a recoger un frisby rosa con la boca de la hierba (o, peor: intentar cogerlo al vuelo) y entregárselo a la chica, de rodillas, como si fuera su perro. Unos segundos antes, él había asegurado que su animal favorito era el lince ibérico, lo que suponía una declaración de intenciones sobre su hombría o, quizá, dejaba entrever que podría encontrarse en peligro de extinción.

La cuestión es que tardó unos cinco segundos en desmoronarse y aceptar sumisamente su destino: correteó como un orangután pasado de fentanilo, simuló rascarse una oreja como un perro pulgoso de dibujos animados y recogió con la boca ese disco hortera.

Han pasado varios años. ¿10, 15, 100? No lo sabemos. Pero no cabe duda de que Lionel habrá tenido que buscar trabajo alguna vez. No importa de qué. Como reponedor, en una asesoría jurídica, como director creativo, como canguro, como electricista. Da igual. Da igual porque en cualquier entrevista de trabajo se habrá enfrenado al fantasma de pensar: “ojalá la persona que me quiera contratar no haya visto que me arrastré como un perro para coger un frisby con la boca y llevárselo a una choni para que me diera un beso”.

Un fantasma que se hace más fuerte conforme avanzan los años y que, de alguna manera, quedará en el imaginario común como la degradación más visual y ejemplificativa de una época. Esa panorámica con estética de chicle, de colores improcedentes, de piercings en el labio y de, todavía, cierta inocencia juvenil, llegó y se fue, como Avril Lavigne. Pero una parte de ella, como recuerdo figurativo, se estampó en el cerebro millenial y ahí se quedará para siempre.

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El peso histórico de las interacciones de Next, como paradigma de una generación, aumenta conforme se amplía la perspectiva.

No podríamos decir que el programa pasó sin pena ni gloria, porque ciertamente era conocido y, sobre todo, los zappings de entonces se alimentaban de anecdotario surgido entre sus granudos post adolescentes, pero tampoco llegó a erigirse como piedra angular del costumbrismo de la calle, como sí ocurrió con El Diario de Patricia o, más recientemente, con First Dates.

La estela que dejan algunas de las escenas es alargadísima; principalmente, para sus protagonistas. Esa especie de Lionel Messi de skate park dispuesto a todo para conquistar a una Barbie de Primark es la alegoría final de la degradación mantenida en el tiempo.

Aquí estaba ese pobre boy scout dispuesto a recoger un frisby rosa con la boca de la hierba (o, peor: intentar cogerlo al vuelo) y entregárselo a la chica, de rodillas, como si fuera su perro. Unos segundos antes, él había asegurado que su animal favorito era el lince ibérico, lo que suponía una declaración de intenciones sobre su hombría o, quizá, dejaba entrever que podría encontrarse en peligro de extinción.

La cuestión es que tardó unos cinco segundos en desmoronarse y aceptar sumisamente su destino: correteó como un orangután pasado de fentanilo, simuló rascarse una oreja como un perro pulgoso de dibujos animados y recogió con la boca ese disco hortera.

Han pasado varios años. ¿10, 15, 100? No lo sabemos. Pero no cabe duda de que Lionel habrá tenido que buscar trabajo alguna vez. No importa de qué. Como reponedor, en una asesoría jurídica, como director creativo, como canguro, como electricista. Da igual. Da igual porque en cualquier entrevista de trabajo se habrá enfrenado al fantasma de pensar: “ojalá la persona que me quiera contratar no haya visto que me arrastré como un perro para coger un frisby con la boca y llevárselo a una choni para que me diera un beso”.

Un fantasma que se hace más fuerte conforme avanzan los años y que, de alguna manera, quedará en el imaginario común como la degradación más visual y ejemplificativa de una época. Esa panorámica con estética de chicle, de colores improcedentes, de piercings en el labio y de, todavía, cierta inocencia juvenil, llegó y se fue, como Avril Lavigne. Pero una parte de ella, como recuerdo figurativo, se estampó en el cerebro millenial y ahí se quedará para siempre.

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