Mami Gran Hermano VIP

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]N[/mkdf_dropcaps]o sé si a mi yo bebé le haría gracia que una cohorte de potenciales pedófilos, cotorras y algún ex de mi madre, tuvieran acceso permanente a mi historial vital

Ha nacido la primera generación de dictadores a los que habremos visto mamar en las stories del Instagram de sus madres. Y esto no es necesariamente malo. Pero tampoco bueno.

La obsesión por molar es un pulpo con muchos tentáculos y bifurcaciones. Desde la quinceañera que sólo puede aportarte sus nudes filosofados con la peor basura de Marwan, hasta el encabronado fotógrafo de medio pelo que no entiende por qué no ha triunfado ya entre un trillón de usuarios que suben esas mismas fotos, pasando por quien considera útil informar sobre qué plantillas usa para sus asquerosos pies y dónde las compra.

El universo de RRSS ha despertado del letargo a un sujeto paradigmático: el de la mamá fardona. Atrás quedaron esos tiempos en los que simplemente las puertas de colegios y guarderías eran el campo de batalla en el que personas pesadísimas, comerciales de su descendencia, te vendían las bondades de pequeños mocosos que sólo eructan. De humanos beta. Sin embargo, esa lucha era entre iguales: padres o madres, con un lenguaje común y un aburridísimo interés común por todo.

Ahora ese perezoso leitmotiv se expande y donde tú sólo pretendías, ingenuamente, ver la última publicación subidita de una MILF, te encuentras con un Gran Hermano 24/7 de su hijo.

No sé si a mi yo bebé le haría gracia que una cohorte de potenciales pedófilos, secuestradores, cotorras y algún ex de mi madre, tuvieran acceso permanente a mi historial vital. Creo que sería carne de psicólogo en los años venideros.

Mea culpa, pero conozco perfectamente los primeros tres años de vida del hijo de una chica de mi colegio. Lo he visto aprender a andar, llorar, comer, vomitar, gatear, jugar, rodar… Incluso no hacer nada. He visto mil veces a ese niño no hacer nada.

Me inquieta pensar que ese niño, a lo mejor, un día es el próximo Pinochet o el próximo Arnaldo Otegi. Quizá un día ese niño sea simplemente un youtuber o termine ADE y reparta en Glovo. Sí, probablemente ese niño tenga un futuro anodino y no tenga ninguna gracia, como Jorge Ponce o Anabel Alonso. Pero quizá sea un conocidísimo terrorista al que yo habré visto aprender a andar; y llorar, comer, vomitar, gatear, jugar y rodar. Y, ¿qué ocurrirá si un día gana un premio Nobel, pero todos le recordamos por ese momento en el que se tropezó y se estampó la cara contra una enorme mierda de caballo, ante la irritante risotada cómplice de toda la familia?

A veces me siento parte de esta dinámica cuando reparo en que porcentualmente mi Instagram se basa, en un 90%, en mostrar las gestas de mi perro. Ahora bien, hay una notable diferencia: mi perro siempre será un buen tío y tu hijo, si las cosas van mal dadas, quizá sea un día un gran hijo de puta.

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Ha nacido la primera generación de dictadores a los que habremos visto mamar en las stories del Instagram de sus madres. Y esto no es necesariamente malo. Pero tampoco bueno.

La obsesión por molar es un pulpo con muchos tentáculos y bifurcaciones. Desde la quinceañera que sólo puede aportarte sus nudes filosofados con la peor basura de Marwan, hasta el encabronado fotógrafo de medio pelo que no entiende por qué no ha triunfado ya entre un trillón de usuarios que suben esas mismas fotos, pasando por quien considera útil informar sobre qué plantillas usa para sus asquerosos pies y dónde las compra.

El universo de RRSS ha despertado del letargo a un sujeto paradigmático: el de la mamá fardona. Atrás quedaron esos tiempos en los que simplemente las puertas de colegios y guarderías eran el campo de batalla en el que personas pesadísimas, comerciales de su descendencia, te vendían las bondades de pequeños mocosos que sólo eructan. De humanos beta. Sin embargo, esa lucha era entre iguales: padres o madres, con un lenguaje común y un aburridísimo interés común por todo.

Ahora ese perezoso leitmotiv se expande y donde tú sólo pretendías, ingenuamente, ver la última publicación subidita de una MILF, te encuentras con un Gran Hermano 24/7 de su hijo.

No sé si a mi yo bebé le haría gracia que una cohorte de potenciales pedófilos, secuestradores, cotorras y algún ex de mi madre, tuvieran acceso permanente a mi historial vital. Creo que sería carne de psicólogo en los años venideros.

Mea culpa, pero conozco perfectamente los primeros tres años de vida del hijo de una chica de mi colegio. Lo he visto aprender a andar, llorar, comer, vomitar, gatear, jugar, rodar… Incluso no hacer nada. He visto mil veces a ese niño no hacer nada.

Me inquieta pensar que ese niño, a lo mejor, un día es el próximo Pinochet o el próximo Arnaldo Otegi. Quizá un día ese niño sea simplemente un youtuber o termine ADE y reparta en Glovo. Sí, probablemente ese niño tenga un futuro anodino y no tenga ninguna gracia, como Jorge Ponce o Anabel Alonso. Pero quizá sea un conocidísimo terrorista al que yo habré visto aprender a andar; y llorar, comer, vomitar, gatear, jugar y rodar. Y, ¿qué ocurrirá si un día gana un premio Nobel, pero todos le recordamos por ese momento en el que se tropezó y se estampó la cara contra una enorme mierda de caballo, ante la irritante risotada cómplice de toda la familia?

A veces me siento parte de esta dinámica cuando reparo en que porcentualmente mi Instagram se basa, en un 90%, en mostrar las gestas de mi perro. Ahora bien, hay una notable diferencia: mi perro siempre será un buen tío y tu hijo, si las cosas van mal dadas, quizá sea un día un gran hijo de puta.

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