SERÁ MARAVILLOSO

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]S[/mkdf_dropcaps]erá maravilloso. El otro día aterricé en Mallorca y nadie me aplaudió. Me envolvió un silencio de funeral después de que una pandemia me desterrara de mi hogar durante tres meses. Nadie batió palmas al llegar yo de Madrid, nadie me zarandeó entre vítores ni descorchó una botella de champán. Nada. Tan sólo percibí el eco de mis pasos en un aeropuerto vacío, tan hueco como la cabeza de los holligans que suelen abarrotar sus puertas de embarque. Las mieles de la bienvenida fueron saboreadas por los alemanes. Son ellos quienes avistaron tierra para entonar el veni, vidi, vici; son ellos quienes esquilman la tierra mientras pisotean las rosas. Ya decía Gary Lineker que los germanos siempre ganan, y razón no le faltaba. Incluso en esto de colmarse de ovaciones se encumbran como vencedores. Han pasado pocas semanas desde que manadas de teutones de tez pálida – en breve se convertirán en hot dogs chamuscados en puestecitos de verbenas – fueran acogidas por los mallorquines como los salvadores de la isla. Un pedrusco mecido por el mar que pronto morirá de éxito. Porque habrá un día en que Mallorca se hundirá. Se irá a pique. Se ahogará. Los que la amamos intentaremos aplicarle los primeros auxilios: boca a boca y presión en el pecho. Pero seremos pocos. El resto seguirá aplaudiendo a las mesnadas de Merkel al tiempo que esta roca, este pedacito de paraíso, se sumerge en el Mediterráneo que tantos piropos le ha granjeado. Decía que el otro día nadie me aplaudió cuando puse los pies en el aeropuerto. Me esperaba mi madre, que se saltó las recomendaciones establecidas por Fernando Simón y el ministro Illa – su apellido significa isla en catalán, qué curioso – para estrujarme el cuerpo con su corta estatura. Cierto es que ese abrazo contiene un valor sentimental que supera todos los aplausos de un estadio. Aunque manda narices, la verdad sea dicha. Somos muchos los mallorquines que ansiábamos rebozarnos en la arena de la playa para poner fin a la cuarentena; somos incontables los que deseábamos rociarnos con el mar como si de la dichosa vacuna se tratara. Sin embargo, hemos tenido que esperar. Hemos debido aguardar a que las cobayas turísticas se abrieran paso entre hojas de palma. Hemos tenido que ver cómo los extranjeros que nos dan de comer se creen dueños y señoras de este lugar. Cómo aclararles que este reino no le pertenece a nadie, que el término posesión aquí simboliza la imagen de una casona campestre, que a ellos sólo les corresponden unos aplausos hipócritas que poco dicen a nuestro favor. Cómo hacerles saber que el abrazo impulsivo que me concedió mi madre es lo único que tengo. Menos mal que puso en riesgo su salud, pobre mujer. Lo hizo para que al menos a mí me quedase algo.

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[mkdf_dropcaps type=»normal» color=»#ff3154″ background_color=»»]S[/mkdf_dropcaps]erá maravilloso. El otro día aterricé en Mallorca y nadie me aplaudió. Me envolvió un silencio de funeral después de que una pandemia me desterrara de mi hogar durante tres meses. Nadie batió palmas al llegar yo de Madrid, nadie me zarandeó entre vítores ni descorchó una botella de champán. Nada. Tan sólo percibí el eco de mis pasos en un aeropuerto vacío, tan hueco como la cabeza de los holligans que suelen abarrotar sus puertas de embarque. Las mieles de la bienvenida fueron saboreadas por los alemanes. Son ellos quienes avistaron tierra para entonar el veni, vidi, vici; son ellos quienes esquilman la tierra mientras pisotean las rosas. Ya decía Gary Lineker que los germanos siempre ganan, y razón no le faltaba. Incluso en esto de colmarse de ovaciones se encumbran como vencedores. Han pasado pocas semanas desde que manadas de teutones de tez pálida – en breve se convertirán en hot dogs chamuscados en puestecitos de verbenas – fueran acogidas por los mallorquines como los salvadores de la isla. Un pedrusco mecido por el mar que pronto morirá de éxito. Porque habrá un día en que Mallorca se hundirá. Se irá a pique. Se ahogará. Los que la amamos intentaremos aplicarle los primeros auxilios: boca a boca y presión en el pecho. Pero seremos pocos. El resto seguirá aplaudiendo a las mesnadas de Merkel al tiempo que esta roca, este pedacito de paraíso, se sumerge en el Mediterráneo que tantos piropos le ha granjeado. Decía que el otro día nadie me aplaudió cuando puse los pies en el aeropuerto. Me esperaba mi madre, que se saltó las recomendaciones establecidas por Fernando Simón y el ministro Illa – su apellido significa isla en catalán, qué curioso – para estrujarme el cuerpo con su corta estatura. Cierto es que ese abrazo contiene un valor sentimental que supera todos los aplausos de un estadio. Aunque manda narices, la verdad sea dicha. Somos muchos los mallorquines que ansiábamos rebozarnos en la arena de la playa para poner fin a la cuarentena; somos incontables los que deseábamos rociarnos con el mar como si de la dichosa vacuna se tratara. Sin embargo, hemos tenido que esperar. Hemos debido aguardar a que las cobayas turísticas se abrieran paso entre hojas de palma. Hemos tenido que ver cómo los extranjeros que nos dan de comer se creen dueños y señoras de este lugar. Cómo aclararles que este reino no le pertenece a nadie, que el término posesión aquí simboliza la imagen de una casona campestre, que a ellos sólo les corresponden unos aplausos hipócritas que poco dicen a nuestro favor. Cómo hacerles saber que el abrazo impulsivo que me concedió mi madre es lo único que tengo. Menos mal que puso en riesgo su salud, pobre mujer. Lo hizo para que al menos a mí me quedase algo.

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